Nimooka'am - Mi amanecer

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Una tenue luz blanquecina, bañada con el reflejo de las nieves de enero, interrumpió mi pausado sueño a primera hora de la mañana. Cayendo a borbotones sobre los cobertores, parpadeé con soñolencia. Mi cuerpo dio un respingo cuando, de sopetón, sentí a Namid pegado a mi espalda, abrazándome desde atrás. Su respiración calmada sobre mi nuca me indicó que continuaba durmiendo, tan agarrado a mí como el musgo a las rocas de río. Sin embargo, aquella no fue la única revelación que trajo el alba: al recuperar la consciencia de mí misma, recordé súbitamente lo ocurrido entre nosotros horas antes. Mi rostro se encendió con violencia y la calma que había inaugurado el nuevo día fue sustituida por un nerviosismo atroz. Tragué saliva e intenté quedarme quieta.

¡¿Qué diantres habíamos hecho?!

Recuerdos explícitos, tan claros como si hubieran acaecido escasos segundos antes, me abofetearon las mejillas de dama desvergonzada. La nítida visión de su abdomen sobre el mío, de sus piernas empujando hacia delante mi figura, el recorrido de sus atrevidos labios sobre toda mi piel, mis estruendosos gemidos... "¡Dios santo, Catherine!", me revolví, tan avergonzada como pletórica. 

Avisado por mi brusco movimiento, Namid murmuró un gruñido gutural, un quejido leve, y me estrechó más contra él. "Deja de revolverte como una anguila, Catherine. Tienes que pensar en un plan antes de que se despierte", inquirí a la desesperada, cerrando los ojos. "¡No los cierres, maldita sea!", los volví a abrir, queriendo evitar visualizar aquellas escenas ardientes entre ambos.

Había perdido mi virtud. Namid y yo habíamos...

¿Qué era lo que habíamos efectuado? "Hacer el amor"..., así lo había llamado él. Namid me había besado en la boca, en el cuello, en las caderas, en los... ¡Estaba totalmente desnuda bajo las sábanas! Mis manos agarraron la tela hasta la garganta, asustadas. De nuevo, carraspeó y ronroneó como un gato sobre el hueco de mi clavícula.

Namid me había visto desnuda. Me había...

Rememoré el dolor, el éxtasis, nuestros susurros.

Con el corazón acelerado recordé que Namid había confesado que estaba enamorado de mí.

— ¿A qué vienen esos espasmos?

Mi pésima estrategia se vino abajo cuando su voz llegó a mis oídos con dulzura. Ésta fue acompañada de un tierno apretujón y un beso bajo la oreja izquierda.

— No te hagas la dormida, mientes peor que mi padre — se echó a reír. La diferencia de tamaño que existía entre nosotros era, sin duda, una desventaja para mí: sin dificultad, me impidió un oscilamiento que nos alejara. Estaba muerta de miedo, no solo porque desconocía en qué lugar me dejaba aquella experiencia íntima, sino porque la vulnerabilidad me paralizaba —. ¿Has descansado? ¿Cómo te encuentras?

Albergaba tanta vergüenza que conseguí incorporarme, cubriéndome con la manta a duras penas, y ponerme de pie como una adolescente azorada por los prohibidos juegos nocturnos con su primer amor. Entre risas, Namid me agarró de la muñeca y tiró sin agresión, provocando que cayera en el rincón de su pecho que llevaba grabado mi nombre. Contento, me estrujó como la mujercita diminuta que era.

— No es necesario que te tapes, he mirado todo con meritoria atención.

— ¡Namid! — le regañé, ahogada por el pudor.

Riéndose, me dejó a su lado, tapándonos con las mantas hasta escondernos bajo su amparo. Estábamos frente a frente, tan cerca como un beso, y mientras que yo todavía estaba enrollada en la sábana, él no tenía intención ninguna de cubrirse. Jamás me había hallado en la disyuntiva de tener que batallar para no mirar debajo de su ombligo, pero en aquella ocasión debí hacerlo.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora