Wiineta - Sólo por ella

840 121 33
                                    


A pesar del frío, las prendas parecieron desprenderse de mí misma con una facilidad abrumante. Fueron las manos de Namid las que tiraron de ellas, mandándolas lejos, al suelo del salón, hasta dejarme prácticamente desnuda. Al descubierto, mi piel blanquecina se estremeció y una respiración que no era más que un jadeo, un punto de luz en la penumbra invernal que empezaba a asomar por las ventanas, anheló su boca. Quedándonos sobre la improvisada alfombra de pieles, nuestros cuerpos tropezaban, nerviosos como los de dos novatos. Las inocentes ansias de mi ímpetu provocaron que chocáramos con cierta torpeza y una risita surgió de su cicatriz. Anhelé besarla con todas mis fuerzas, pero esperé a que me tumbara y, cuando lo hizo, su cuerpo cayó sobre el mío con dulzura. Mientras intercambiábamos besos, mi vientre estéril permaneció entre los dos, como si nuestras desbordadas pasiones estuvieran abrazándolo; nuestras siluetas entrelazadas lo guardaban, lo protegían, y no existió la lucha: habíamos firmado la paz entre nosotros en un contrato de piel.

Su boca se escondió en mi cuello, seseante, y sus dedos se aferraron a mi cintura. En aquella postura me susurró que por ella, por una simple caricia, hubiera ardido entre recuerdos sin retorno. "Eres mi vicio, mi licor, el aire que necesito para respirar", murmuró, "me alimentaría de tu figura y bebería de tu boca sin cesar". Circulando por mi cuello húmedo, descendió sinuosamente por el escote. No tardó en juguetear entre mis enaguas y arrebatármelas sin remordimientos. El solo roce de uno de sus dedos allí me produjo una suerte de espasmo atronador que viajó de pies a cabeza y salió al exterior en forma de un gemido largo, de un éxtasis que se suspendió en el aire. Antes de que pudiera darme cuenta, yo también le estaba tocando. Namid entonces tomó mis tersos senos en el regazo de sus vastas palmas, masajeándolos como dos ciruelas jóvenes en su mejor momento de recolección. Presionándolos, su lengua saboreó el dulce jugo de mi tez erizada.

Quise recorrerle cada centímetro de su piel salada, marcándole mi afecto en una herida efectuada en llamas y besos. Y nuestras extremidades se movieron al mismo compás y ambas bocas se buscaron en la oscuridad que se formaba cuando nos mirábamos. Sin miedo le besé, le besé ardientemente. Todo tomaba sentido en el momento en que me dejaba llevar: la única respuesta yacía en la danza de nuestros respectivos labios. Éstos juguetearon, se arañaron, se retaron, se amaron, y algo en la zona baja de mi vientre clamó: "Aquí, ahora". Deseé hacerlo mío, arrebatarle la libertad en el singular espacio donde nos permitíamos ser esclavos mutuos. Sierva de su tiento y viva en la medida de su aliento sentí cómo mi cuerpo llameaba, incinerado junto a las alas de un águila dorada, y él mantenía la ternura que yo merecía más allá de su propia excitación. A continuación, Namid me tomó por los hombros, volvió a tumbarme con lentitud y se hundió en mis calenturas. Rápidamente prendida, pudo advertir la manera en la que me sostuve a su espalda, gimiendo, y aquella aura animal le poseyó.

— Sigue — le exigí entre jadeos.

Habiéndole ordenado que no se detuviera, no lo hizo: dejando atrás el frío, nos descubrimos sudando, pero no nos importó. Se deshizo de sus pantalones y yo le supliqué, aquí y ahora, que me atravesara de parte a parte. Cuando lo sentí dentro de mí sin el dolor de la primera vez, temblé como el tallo de una amapola mecido por el viento, doblada por una sensación altamente placentera y adictiva que me sobrecogió. Mi respiración entrecortada se adaptó al unísono movimiento que formaban nuestros cuerpos y Namid entrecerró los ojos. Con él encima, tanto sus pupilas como las mías estaban alienadas y fue capaz de mirarme directamente: en aquel instante su voz, su corazón, su mente, todo él se introdujo entre mis mulsos, más allá de la carne, en mi alma.

— Siempre estaremos juntos — musitó —. Siempre.

Namid era como un poema colmado de sentidos que corrían por las venas. Bajo aquel manto de estrellas conseguía sobrevivir: flotaba como una hoja en el otoño eterno de mi ser. Namid era tan bello que dolía entre los dientes. Y yo no quería conformarme, ya no. Yo quería romper las cadenas.

— Mi niwiiw.

Con decisión me coloqué sobre él, encajando bajo la comandancia de mis oscilaciones. El placer aumentó, puesto que era yo la que estipulaba la cadencia de las incursiones, en combinación con la dominante sentencia de sus manos, las cuales empujaban mis nalgas hacia su embestida. Pensé que me encaminaba a romperme en mil pedazos, gritando.

Le pertenezco, él me pertenece. Nos destruimos, nos recuperamos, nos suplicamos, revolvemos las ropas a medio quitar; gimo, jadea, me pierdo entre su boca, aprieto su piel contra la mía, me fundo en su anatomía robada. Somos uno, un solo espíritu errante, a medida que Namid se adentra en mis sueños y mis alaridos le desbordan. Su incandescente saliva me hace alcanzar el cielo, mas yo soy la única que puede sobrevivir al fuego, y mi hálito desnudo le colapsa las entrañas. Entramos en una cólera silenciosa, en un quejido implorante, mis piernas entreabiertas lo requieren, tirita y dejamos que nuestros labios tímidos se acechen, así, sin parar, sin dejar de amarnos.

Namid me había buscado por el dolor en el pasado, incapaz de encontrarme, ya que no tardó en descubrir que, por mucho que él me amase, a mí solo se llegaba por mí. Sabía mi nombre, sabía dónde podía quebrar, pero ahí no estaba yo. Se preguntaba, tras haberme visto con mis adorables rizos rojizos en el porche de aquella casa, dónde me había visto, en qué momento todo dejó de tener sentido por mi causa. Joven e inexperto, destrozó su mente sin cesar, intentando descubrir qué era lo que sentía cuando se atrevía a verme desde lejos, separados por un nogal de cristal, pero la frustración era todavía más fuerte cuando comprendía que solo recordaba el verme, brillando sobre todas las demás, que no había habido camino, siendo mi mirada pecosa único rastro. "¿Cómo conseguiré encontrarla?", se preguntaba durante las noches de insomnio en el poblado. Porque yo estaba lejos de su alcance, tan lejos que no existía medio para lograr alcanzarme a pesar de mi afecto, simplemente yo misma. Permaneció en aquel rincón, inmóvil, hasta casi perder la cordura, amándome, consciente de que nunca podría dejar de hacerlo..., porque sabía que donde estuvo cuando me vio descender a él por primera vez no existía sin mí, solo se llegaba por mí.   

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora