Maamaay - Madre

766 119 26
                                    

El mundo dejó de existir durante aquellas horas en las que podíamos amarnos sin condenas. Namid era como un oscuro gato callejero, discreto, silencioso e independiente. Carecía de problemas para concederme mi propio espacio, ocupándose con sus propias tareas, por lo que, mientras me vestía tras el baño, podía escucharle trajinar en la habitación contigua, en la que ya había bautizado como "nuestra habitación". Movida por la curiosidad —ya que le había oído salir al exterior y bajar y subir las escaleras varias veces—, me cubrí de pies a cabeza y asomé la frente por el hueco de la puerta entreabierta. Una amplia sonrisa surcó mi rostro cuando le encontré situando unas flores en la destartalada mesita de noche, junto a la cama, en un vaso de madera bien tallado, barnizado según el sentido artístico de Jack.

— Son preciosas. Miigwech.

Namid dio un leve respingo y se giró para mirarme. Descubierto con las manos en la masa, se miró los pies, como hacía siempre que se sentía algo tímido, y me devolvió una sonrisa afable.

— ¿Ya has terminado?

Asentí, entrando en la sala, y mi cabello húmedo derramó algunas gotas por el suelo. Necesitaba peinármelo antes de que se secara, puesto que sería imposible desenredarlo después con aquel débil peine de púas que había podido traer a correprisa de la posada de Emily, pero él también quería usar el baño y, por tanto, yo había decidido abandonarlo con prontitud.

— Es todo tuyo — me senté en la cama hecha, estirada con maña por un indígena que, aunque jamás dormitaba sobre colchones, era tan diligente como una ama de llaves —. Aún tenemos tiempo — miré por la ventana.

De pronto advertí que observaba cómo me pasaba el peine por los rizos.

— ¿Estás bien?

Él frunció el ceño, viajando en sus pensamientos muy lejos de donde yo reposaba, y respondió con voz ronca:

— ¿Puedo?

Me quedé quieta y le miré.

— Cla-claro.

En silencio, se sentó a mi lado y me indicó que me moviera un poco hasta darle la espalda. Me extendió la melena con cuidado y, a pesar de que le ofrecí el peine, lo rechazó con un gesto. Los ojibwa poseían la costumbre de no emplear herramientas de ningún tipo para cepillarse el pelo si el dueño de la cabellera en cuestión iba a acudir a una ceremonia importante. En aquel caso, un miembro de la familia, sin importar que fuera varón o fémina, debía encargarse de realizar el peinado correspondiente, únicamente con las manos.

Namid estaba haciendo aquello, tal y como lo habría llevado a cabo con su hermana o su padre, y no me atreví a preguntar por qué. ¿Cuál era la razón? ¿Aquel ritual era la causa de su repentino semblante taciturno?

— Relájate — susurró al darse cuenta de mi tensión.

Sin embargo, conforme sus dedos se introducían entre las hebras rojizas, una paz inexplicable me produjo escalofríos. Su tacto era dulce, sin tirones, y de cuando en cuando rozaba mi nuca sin querer. Así, peinándome, cerré los ojos. Supe que no estaba hablándome, pero noté sus palabras inexistentes en el pecho.

— Tienes un cuello hermoso. Como el de una margarita antes de florecer.

Dejé ir un suspiro cuando depositó un beso ligero en la curvatura superior de mi hombro. Sus dedos continuaron: poco a poco domaron mi cabello y aprecié que estaban trenzándomelo. Nunca antes había recibido aquel honor de su parte y me emocioné. Las mujeres del poblado, sobre todo Wenonah, Mitena y Huyana, solían hacerme trenzas como muestra de afecto, de unión, de aceptación en una comunidad de pieles tan distintas a la mía, pero Namid jamás había procedido de tal modo. A su manera, el hombre que bailaba con las estrellas estaba abriéndose a mí. Tragué saliva al recordar a su madre, cuyas manos arrugadas también se habían ocupado de mis bucles. Inexplicablemente, entendí que Namid estaba pensando en ella a través de mí: era a ella a quien se dirigía aquel parlamento que solo podía entenderse en el alma.

— Estaría orgullosa de ti.

Sin meditarlo, rompí la ausencia de parlamento estoicamente. Sus movimientos se ralentizaron, mas prosiguió con la trenza.

— Esté donde esté, sé que nunca la decepcionarás.

La afectación que le produjeron mis intervenciones solo fue visible en la lentitud, casi como en un pesado lamento, que poseyó sus dedos. En aquel momento de intimidad, Mitena estaría viéndonos desde el cielo. Estaría viendo a su vástago favorito junto al amor de su vida, unidos al igual que la tierra fértil y su raíz. Deseé que recibiera el juramento que había aceptado sin reservas: "protegeré a tu hijo aunque me cueste la muerte". Lo protegeré hasta que volváis a reuniros, Maamaay. Lo prometo, Madre.

Conteniendo sus emociones, Namid volvió a besarme con ternura, indicándome que ya había terminado. Apretó la mandíbula al verse rodeado por mis pupilas húmedas. Volvíamos a estar frente a frente y su trenza, exactamente idéntica a la que hubiera efectuado su progenitora, se deslizó por la parte delantera de mi brazo. Era tal el dolor que iluminaba su rostro, aun a pesar de estar encerrado, que le acaricié la mejilla como él lo hizo en numerosas ocasiones para consolarme. En el pasado. En el curso de las estaciones durante las que aprendimos a compartir el mismo idioma sin intercambiar ni un solo vocablo.

Déjame amarte. Por favor, déjame.

— ¿Por qué seguimos con vida? ¿Por qué nosotros? — musitó, estrechándome las manos entre las suyas.

Yo me había torturado con aquella pregunta innumerables noches. ¿Por qué, de entre todos los seres queridos, inocentes, maleantes..., por qué nosotros estábamos vivos? ¿Por qué yo tenía el derecho a seguir respirando y Jeanne no?

— Porque debemos cumplir todos sus sueños antes de marcharnos — contesté.

Sus pestañas temblaron.

— Carezco de vidas suficientes para cumplir los sueños de todas las personas que he visto morir.

Pero, bajo aquel techo, sobre aquella cama, Namid y yo éramos inmortales. "Aquellos que aman, señorita Waaseyaa, sobreviven a la muerte al otro lado del fuego", sentenció Honovi.

— Te entregaré la mía para que podamos conseguirlo. Juntos.

Él entreabrió los labios, sorprendido.

— Juntos lucharemos para honrar su memoria. No importa cuánto tiempo nos lleve, lo lograremos. Y las nubes serán sus sonrisas complacidas — reiteré. Conmovido, Namid se sostuvo en torno a mi mano como si estuviera al borde de un precipicio —. Todas esas ilusiones que mi hermana nunca podrá obtener..., yo las cumpliré por ella.

Aprender a cocinar, tejer una colcha, preparar mermelada de arándonos en las festividades de Pascua, bailar descalza en un césped mal cortado, escribir cuentos infantiles, tocar el clavicordio en público, pintar un retrato de Antoine.

— No podemos encontrarnos con ellas, Namid. Aún no.

Dos lágrimas de nácar descendieron por sus cicatrices. El abismo de su sufrimiento, una boca hacia el infierno de sus demonios, intentó tragarme en sus fauces. Pero yo no caería: buscaría el ángel perdido en la oscuridad y lo traería de vuelta. Sano y salvo.

— Aún no.

Su fuerte abrazo, cómo se refugió en mí, me estremeció. Su llanto, escaso y mudo, era capaz de atravesar un escudo de diamante. Sin aspavientos, sin gimoteos, Namid me transmitió su pena.

Era inconmensurable como el océano.

— Gizaagi'in — susurré.

¿Qué hacer con el amor? ¿Dónde lo guardaría cuando él me dejara atrás?

— Gizaagi'in — susurró.

Era inconmensurable como el océano.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora