Gebaakwa'ond - Un prisionero

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— Una princesita puntual — comentó Métisse al vernos llegar a la hora acordada —. Deberías aprender de ella, Thomas.

Situada entre dos nogales, con los brazos cruzados en torno al pecho plano, curvó las cejas con diversión. El mercader me ayudó a bajar del caballo con un resoplido. El de la prostituta estaba pastando, casi tan famélico como su dueña.

— No estoy para chanzas — le advirtió, aun a sabiendas de que no le importaba.

Con los pies en la hierba, apreté los ojos para acostumbrarme a la luz verdosa que se filtraba entre las ramas altas de los árboles. Estaba nerviosa, ataviada con el apagado vestido que me había prestado, embutida en él como una salchicha alrededor de sus tripas.

— Te hace buenas tetas —sopesó.

Di un respingo cuando se acercó y me las tocó, levantándomelas con la palma hueca. Thomas tornó a bufar, apartando la vista, claramente ruborizado.

— Aún te quedan algunas curvas.

Sonreí con nerviosismo, algo incomodada. No en vano era mestiza: sangre india le corría por las venas y, por ende, su percepción de las barreras del decoro físico brillaba por su ausencia.

— ¿Estás lista?

Pensé en Ishkode, en todo lo que le debía, y me froté los labios con los que le había dado un tierno beso a Esther antes de partir.

— Siempre lo estoy — respondí.

Casi me correspondió amablemente.

— No nos demoremos entonces — se permitió una media sonrisa—. Thomas, te la traeré sana y salva. Tú vuelve a casa, volveremos antes del anochecer.

Había andado hasta el corcel de Métisse, sobre el que ambas viajaríamos, rumbo al cuartel, mas no pude evitar permanecer de espaldas a ellos.

— Si no cumples tu promesa...

— Sí, me degollarás mientras duermo.

Mi curiosidad fue saciada cuando ella se inclinó para besarle y la apartó con el brazo. El movimiento no fue brusco, pero era un rechazo de todas formas.

— Tus atenciones son como el viento que mece los barcos —apretó la mandíbula, dolida. Era orgullosa y enseguida se recompuso —. En mi colchón no te avergüenzas de mí, cariño.

— Marchaos — le giró el rostro, más pendiente de mí que de la malograda Métisse. Noté sus ojos claros en los míos —. Tenga cuidado, señorita Waaseyaa. La estaremos esperando en casa.


***


La cabalgata se sucedió en silencio. No objeté al tener que sentarme tras ella, a pesar de que yo era mejor jinete. Sin impertinencias que le llenaran la boca, irradiaba un aura inconfundible de cansancio y tristeza.

— ¿Por qué paramos aquí?

Nos habíamos detenido en una explanada próxima a los yacimientos de piedra caliza: todavía restaba camino en dirección norte para llegar a la diligencia.

— Es mejor andar. Dejaremos el caballo atado en uno de estos postes.

A decir verdad, el desértico campo estaba repleto de palos de madera clavados en la tierra como si fueran estacas.

— ¿Qué son? — quise saber, obedeciendo.

Ella ya estaba anudando al animal.

— ¿Los postes? Son tumbas. Bueno, eran tumbas. Ya sabes, crucifijos. Las saquearon los hombres de Ishkode hace años y nadie se ha molestado en reemplazarlas.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora