Dabinoo'igan - Un refugio

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Antes de que pudiéramos sopesar nuestra tregua, la llegada del amanecer anunció el progreso de nuestra marcha. A causa de la falta de sueño, la frente se entregaba a pequeños pinchazos, y aunque el médico me había advertido que necesitaba reposo, deseché las preocupaciones de Namid y me bebí mi infusión de hierbas sin emitir protesta. La lluvia persistía, pero no era lo suficientemente intensa como para retrasar la salida. A decir verdad, no importaba lo que ocurría a nuestro alrededor: ambos estábamos sumidos en un evidente letargo por las palabras y acercamientos producidos horas antes.

— Cómete la manzana.

¿Cómo era posible que quisiera seguir abrazándolo?

— Tú también deberías desayunar — apunté, obedeciendo.

— No tengo hambre.

Namid recogió nuestras cosas y las cargó al caballo. La hoguera me calentaba con los resquicios de las brasas extinguidas. Le observé, de nuevo protegido por su frialdad fingida, y supe que estaba pensando en su madre.

— Te ayudaré a subir — se ofreció una vez hube acabado.

Estaba de pie, situada a su lado, y eché una inevitable mirada a la cueva. Eran tan escasos los momentos que habíamos compartido desde nuestro reencuentro que cualquier lugar o gesto precisaba un ritual de despedida continuo.

— ¿Estás bien? — insistió ante mi silencio.

— Puedo sola — volví bruscamente a la realidad.

Como era costumbre, Namid ignoró mi terquedad: tomándome en volandas, me sentó sobre la cruz del corcel.

— Si recaes en la enfermedad, Antoine me matará — se excusó encogiéndose de hombros.

"¿Sería mucho pedir que admitieras que te preocupas por mí?", pensé sin saber por qué. Él montó en el animal, tan experto que ni tan siquiera chocó con mi próximo cuerpo. Sin embargo, el movimiento hizo que uno de los bordes de la manta que me resguardaba del frío se deslizara hacia abajo hasta el codo. Atento, la recogió con rapidez y volvió a situármela en el sitio.

— Miigwech — agradecí con un leve rubor.

Su respuesta consistió en empujarme —no sin falta de rudeza— hacia su pecho y rodearme por la cintura. Con cada golpe seco que encajaba nuestros cuerpos, mi interior ardía.

— Nos espera un sendero irregular — creyó tener que explicar sus maneras —. ¿Lista?

No me atreví a girar el cuello para mirarle.

— Lista.


‡‡‡


Me desperté cómodamente apoyada en el pecho de Namid. El caballo avanzaba con lentitud sobre un sendero liso, rodeado de pinos y sauces llorones, y su movimiento había sido como una nana placentera para mi cansancio acumulado. Tardé un par de segundos en darme cuenta de lo pegados que estábamos, con sus brazos rodeándome y el resto de su cuerpo cubriéndome, y la tranquilidad de mi postura al instante se tensó. Él lo notó, mas no se movió, como si no le importara que estuviera tan cerca. Había dejado de llover, pero las verdes hojas brillaban y mi rodete estaba prácticamente empapado.

— Per-perdona, me he quedado dormida — me disculpé, separándome un tanto —. ¿Dónde estamos?

Él parecía agradecido porque hubiera descansado, aunque hubiera sido a lomos de aquel animal.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora