Mizhakwad - El cielo está claro

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El viaje de regreso fue en completo silencio. Sor Augustine nos ayudó a cargar el equipaje mientras Esther se despedía de un par de compañeros con los que había construido una breve amistad. Sus únicas pertenencias consistían en el uniforme oscuro que le habían entregado las monjas, varias enaguas antiguas, un camisón y unos calcetines de lana. Aparte de su figura de madera, cargaba un libro de gramática, uno de cálculo elemental y una biblia, todo ello introducido en un pequeño macuto que representaba lo que le quedaba. Todos sus demás objetos habían ardido, pasto del fuego.

Había montado algunas veces a caballo, por lo que no le asustó subirse delante de mí; hasta le permití coger las riendas. Su despedida fue cariñosa, aunque inevitablemente distante. Le agradecí a las hermanas su generosidad y firmé un papel que constataba que yo me había convertido en su tutora legal. Alejándonos del orfanato, vi cómo miraba al horizonte con los ojos ardiendo. Era una niña curiosa y despierta..., paulatinamente conseguiría seguir adelante. Dejó que la sujetara por la cinturita sin desarrollar para que no resbalara del lomo. No emitió queja cuando tomé aquella oportunidad para abrazarla con disimulo. Entonces le pregunté si deseaba ir a su antiguo hogar. No había tumbas, solo escombros, pero un duelo era una decisión individual, por tanto, consultable. Ella negó con la barbilla.


***


Transcurrió más de una semana y media hasta que regresamos a Plymouth. Viajar con una niña, por muy obediente que fuera, implicaba aminorar el ritmo. Esther había sido una compañía excelente: resistía a la lluvia, no le importaba dormir a la intemperie, y comía cualquier cosa que le diera. Sin embargo, el corazón se me hinchió al divisar en la lejanía mi casa, con su alta chimenea escupiendo humo de forma constante. Se la señalé y proclamé:

— Ya hemos llegado.

Ella estiró el cuello, queriendo ver mejor la vivienda, y yo azucé al corcel. Estaba profundamente cansada, preocupada, pero satisfecha. Uno de los criados debió de percatarse del avance de un jinete familiar y tocó la campanilla que anunciaba la llegada de visitas. Cuando la verja negra de la entrada ya estaba cerca, Florentine salió al exterior con su delantal, dando aspavientos. Mi sonrisa se amplió, bebiendo de la tranquilidad del hogar.

— ¡Es la señorita Catherine! ¡Es la señorita Catherine! — exclamó, cojeando escalinatas abajo —. ¡Avisad al señor!

Un alegre caos inundó el ambiente. "Es una buena bienvenida para una huérfana", pensé.

— ¡Señorita Catherine!

Casi sin dejarme bajar, me abrazó las piernas.

— Oh, ¿qué tenemos aquí? — encontró a Esther de manera juguetona —. Tenemos a una niña preciosa.

Le hizo cosquillas y ella se rio con timidez. Me ayudó a dejarla en el suelo, cogiéndola después de la mano. Esther no soltaba su figurita, mas Florentine pareció caerle en gracia.

— Vayamos adentro, pequeña. Ya verás qué habitación tan bonita te hemos preparado. ¡La de una princesa!

Al tiempo que se alejaban, sonreí a mi amiga con agradecimiento. Sin necesidad de palabras había comprendido cómo debía comportarse. Observarlas, con tanta diferencia de altura, una encorvada, la otra diminuta, me recordó que, no demasiados años atrás, Florentine me había cuidado así también.

Entraron y yo cargué el equipaje. Lo dejé en el recibidor, saludando a los pocos empleados que nos quedaban. Seguí los chillidos animados, alcanzado finalmente el salón. Justo en aquel momento, Antoine estaba levantándose de su sillón favorito, el de piel verde oscura, con el apoyo de un bastón de madera. Me quedé paralizada. Estaba macilento, blanco como un papiro, con profundas ojeras y los labios secos. Apenas podía ponerse en pie.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora