Beeka - Espera

673 125 75
                                    


Enero 1761

Fort Chequamegon

Nuestra llegada al fuerte causó una revuelta silenciosa. Hasta entonces, inofensivos rumores sobre una partida de indígenas que habían abandonado las tierras adjudicadas por el gobernador no suponían más que chismorreos de sobremesa. Una vez Honovi y el resto pusimos un pie allí, las alertas se encendieron. Donde solo respiraba un afán de supervivencia, los habitantes de aquellos parajes, de una zona que había sido hegemónica para los indios, el único bastión resistente a la ocupación extranjera, nos estudiaban con reserva, imaginando indecentes propósitos.

— ¿Ahora comprende por qué le aconsejé que no pasáramos por el fuerte? Nos han visto y la noticia correrá como la pólvora.

El viaje había sido lamentable. Más de tres semanas avanzando a duras penas con rocines famélicos y dos carros destartalados sin bártulos. Las tormentas de nieve se habían llevado consigo a tres personas, una de ellas menor de cinco años. Aquel era el éxodo de los pueblos originarios de la Isla Tortuga.

— Confiemos en él.

Thomas Turner tenía motivos para cuestionar la estrategia diplomática de Honovi. El líder del poblado se había empeñado en aparecer en el fuerte con sus necesitadas gentes a cuestas, un lugar en el cual no éramos bienvenidos. A diferencia del norte, los Grandes Lagos eran ricos, apetecidos por demasiadas manos, y los asentamientos fortificados eran exclusivos de los pieles pálidas. Alrededor de ellos, los hurón comandaban con discreción un secreto a voces: no habían podido ser domados a pesar de los intentos legales o violentos. Aguantaban con la cabeza gacha, pero aguantaban, en una ficticia paz que pendía de un hilo desde hacía harto tiempo.

La hostilidad fue obvia al instante y, aunque sabía que no movía una ficha sin una razón de peso, me pregunté por qué no había optado por dirigirse directamente a las aldeas del clan de búfalo. Miré al mercader largamente, concentrándome en mis pensamientos para no molestarme por las expresiones de asco de los ciudadanos. En cuestión de días, los fuertes colindantes sabrían de nuestros movimientos.

— Me gustaría reunirme con el corregidor.

Estábamos frente al edificio de madera que hacía las funciones de cabildo. Dos casacas rojas defendían la puerta y nos miraron de arriba abajo. Wenonah contenía su agresividad, retándoles con aquella expresión indómita. Sus ocho guerreras, a las que había podido conocer en profundidad como para saber que solo cumplirían sus órdenes, aguardaban con sus dedos sobre las armas.

— ¿Cómo dice? — dijo el soldado.

Honovi les hizo una reverencia. Una disimulada multitud empezaba a congregarse.

— Mi nombre es Honovi, jefe ojibwa. Me gustaría hablar con el corregidor. No pretendemos molestar, solo recibir su bendición. Hemos abandonado nuestro hogar, cerca de Fort Kaministiquia, para ser acogidos por los hurón, buenos amigos. Venimos con los brazos abiertos, en confraternidad. Como ven, somos ancianos, mujeres y niños. ¿Podrían decirle que querríamos ser recibidos en audiencia?

Los cuchicheos me hicieron tragar saliva. Los más pequeños estaban asustados, escondidos entre las piernas de sus madres.

— El corregidor está ocupado, no puede perder el tiempo con personas como vosotros. Viejo, ¿nadie le ha informado de que está prohibida la entrada a salvajes?

Wenonah apretó los dientes.

— No tenemos limosna que daros. Haced lo que os venga en gana mientras no os quedéis aquí.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora