Bagwaji - Salvaje

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No tuve miedo: sin pensar me lancé a su cuerpo y Namid casi no tuvo tiempo para sostenerme. Temblando, la primera vez que nos besamos tras cinco años de ausencia, él no tardó en hallar mis labios húmedos por las lágrimas que comenzaron a caerme por las mejillas a borbotones. Entre mi ligero llanto, tomó mi rostro con ambas manos y me alejó un poco para buscar de nuevo mi boca con lentitud. Mi corazón parecía salírseme del pecho, tan pleno de sensaciones a punto de desbordarse que se hizo demasiado grande bajo la piel. Para amarle, necesitaba otro ser, otras manos, otros ojos..., necesitaba la mejor versión de mí misma. El mero hecho de ser rozada por él provocaba que cada rincón de mi apagada persona renaciera, sin importarme las consecuencias; me convertía en alguien puro, incapaz de ser contaminada por los ruidos del mundo.

Me estremecí de pies a cabeza cuando sentí cómo sus suaves labios se abrazaban a los míos con torpeza y algo de nerviosismo. Aunque Namid hubiera besado a otras mujeres en el pasado, yo suponía un reto, distinto a todo lo que conocía. Noté la forma en la que vibraba al segundo como una cuerda tensa y posó sus amplias palmas sobre las mías. Estaban frías y supe que él las prendería en llamas. A pesar del incierto futuro, de los temores, de las pérdidas, nos comunicamos boca a boca mecidos por el sonido de la lluvia, tímidos pero decididos. Era como si volviéramos a ser unos críos inexpertos, aterrados y asombrados por los propios efectos corporales de nuestro tacto. Extasiada, apreté mis dedos en torno a los suyos con más y más fuerza conforme nuestro contacto continuaba sin testigos.

No pude definir con palabras lo que experimenté en el momento en que me empujó contra él sin reservas. Un cosquilleo electrificante me recorrió de parte a parte y me elevó alto, lejos de cualquier objeto o realidad que no fuera la de sus labios. Su textura era delicada y ruda igualitariamente, como imaginé que sería la desnudez de sus poros, y le besé la cicatriz con cariño. Como respuesta, Namid volvió a atraerme hacia él con cierta violencia y me puse rígida cuando la punta de su lengua se liberó con calma. Sus movimientos denotaban una experiencia que me mareó y un simple beso produjo que lo sintiera dentro de mí de una manera inexplicable: muy dentro, donde nadie más que yo misma podía llegar.

Dejándome llevar por mis instintos, ladeé un poco el rostro y él entreabrió ligeramente nuestras bocas para alargar aquella peligrosa caricia que me hacía perder el sentido y tanto dolor portaba para ambos. Namid acercó nuestros rostros aún más, con una necesidad carente de pulso, hasta que las narices pudieron chocarse, y entrelazó sus dedos a los míos con dulzura. En aquel beso encerramos todos nuestros sentimientos, todos los recuerdos amargos que habían terminado conduciéndonos a aquel momento. Solo existíamos él y yo, no había cabida ya para el rencor o la ira. En aquel instante pudimos amarnos... Pudimos ser libres.

Cuando Namid se apartó un poco para que pudiéramos recuperar el aliento, nuestras respiraciones aceleradas se fundieron en una sola, en una única voz que clamaba más y más. Sus ojos brillaban con un intenso fuego hambriento, agresivo y frágil, tal y como él solo podía albergar en su convulso interior. Sonrojada, confusa, hechizada, lo miré con pupilas inocentes y ni tan siquiera fui consciente de que había dejado de llorar. Los segundos no corrían si los dos nos escudriñábamos: solo habíamos nacido para mirarnos mutuamente; en nuestros ojos encontrábamos todo lo que necesitábamos saber del mundo. Nos miramos, como lo habíamos hecho innumerables veces durante las noches de insomnio, y las palabras jamás dichas fluían a través de los párpados desvalidos. Sus largas pestañas oscuras me acariciaron, me susurraron que era inútil que luchara contra sí mismo, ya que no podía fingir: era imposible pretender que pudiera dejar de quererme y jamás se detendría en su propósito de protegerme hasta la muerte. Yo le había abierto mi corazón y mi confianza a aquellos luceros dorados, capaces de iluminar cualquier oscuridad: seguía esperándole solo a él.

En silencio, Namid no tardó en volver a requerir mis labios con ternura. Solo él poseía aquella capacidad de ser apasionadamente dulce, de hacerme sentir única en un oleaje de estímulos que me sobrecogían. Aún sentados sobre las mantas, le rodeé con los brazos alrededor del cuello, agitada, y acorté la diminuta distancia entre nuestras siluetas. Mis tensos senos colisionaron con su pletórico torso descubierto. Movida por el aire llameante que calentaba mi verdadera alma, mi figura se meció contra la suya con lentitud, excoriándose como el agua contra la roca. De pronto, advertí la forma en la que él se tensaba: sin duda estaba nervioso y abrumado por la excitación. Nuestra comunicación boca a boca aumentaba en velocidad e intensidad y los dos nos entregamos con ansia ciega al ritmo de nuestros besos. Namid me aproximó con deseo y la manta que cubría sus hombros cayó. Al tiempo que sus fuertes muñecas me alzaban sin dificultad y me sentaban sobre su entrepierna con autoridad, mis lágrimas se transformaron en un par de labios temerarios que se clavaban en cada pliegue de su piel como cuchillos.

— Abre las piernas.

Aquella orden susurrante vino acompañada de un brusco tirón: sin consulta, deshizo la contigüidad de mis piernas y me hallé sentada a horcajadas sobre sus muslos. Me cercó por la cintura, colocándome a su antojo, y jadeé con los ojos cerrados cuando tiró de mi cabello suelto hacia atrás sin hacerme daño. Al arquear mi cuello, lo besó con pequeños mordiscos.

— Waaseyaa... — pidió.

Su voz, grave y seductora sin pretenderlo, sonó casi como una súplica. Ambos estábamos jadeando y noté su cálido aliento bajo el lóbulo de la oreja. Me había llamado Waaseyaa y emití un gemido al sufrir un segundo estirón.

— No te muevas así...

Absorta en el propio placer que me aturdía —por desconocido y por desbordante—, mi pelvis empezó a moverse sobre la entrada de su pantalón en lentas oscilaciones. Adelante y atrás, adelante y atrás.

— Para...

Me besó con dominio, mordiéndome la comisura. A medida que yo continuaba sin obedecer sus peticiones me daba cuenta de que algo dentro de él, alienado por debajo de mis juguetonas enaguas, se endurecía. Vi cómo cerraba los ojos y constreñía la mandíbula, intentando contenerse. En nuestros contados momentos de pasión durante la guerra, jamás me había atrevido a preguntar —ni a mirar, ni a tocar— respecto al cambio que sufrían sus partes íntimas cuando nos besábamos. Era tan ignorante que ni tan siquiera sabía que aquello significaba que estaba disfrutando..., al contrario, me paralizaban las mutaciones en su anatomía y el fulgor excitado de su mirada.

— He dicho que pares — sonrió mientras me besaba.

Insumiso, inconquistable como un mar revuelto, me tumbó sin más, situándose encima y sus manos impredecibles se introdujeron por debajo de los fruncidos de mi falda. Di un respingo al percibir las yemas de sus dedos hallando el camino hacia lo que estaba prohibido, a mi virginidad encerrada bajo llave. Sin dejar de comerme los labios enrojecidos, me dobló las rodillas hacia arriba y me bajó las medias de lana hasta los tobillos, ignorando los lazos que las anudaban. Sobre aquello, únicamente restaban los bajos de lino blanco cuyo deber era ser mi ropa interior. Su enorme tronco inclinado sobre mí, su boca, sus indecorosas caricias, la certeza con la que localizó la costura que solo debía estirar para dejarme expuesta, desencadenaron que gimiera sin controlar mi supuesto recato.

— Niogimaakwens...

Ambos queríamos más y mancábamos de extremidades suficientes para llevarlo a cabo. Temblábamos, sin aire para culminar todas y cada una de nuestras fantasías. Namid sentía mi respiración, cada soplo de vida, dentro de su boca, y ello causó que me palpara y besara con mayor ahínco, buscando una forma inconsciente de fundirse conmigo. Improvisando bajo el amparo de mis propias pulsiones y sin comprender las embelesadas oraciones en ojibwa que me dirigía, combiné nuestras lenguas y dejé que él me mordiera el labio inferior y bajara mis enaguas del ombligo a la parte inferior de las caderas. Unimos y unimos nuestras bocas, cada vez más rápido, mirándonos con provocación en el momento en que rompíamos el beso para tomar una bocanada de brisa nocturna y después casi abalanzarnos el uno sobre el otro. Queríamos más y presentí que Namid no abarcaba, que aquel torrente amenazaba con ahogarle y la tentación que yo representaba lo tragaría entre sus fauces: sus dedos rastreaban zonas de mi trémulo cuerpo que estaban vetadas para él mientras voces en mi cabeza musitaban "quítamela, quítame cada ropa que me cubre, quítamela".

Celosamente, su cicatriz descendió desde mi barbilla hasta el inicio del escote, en la redondeada curvatura de mis senos aprisionados por el corpiño y su empuje. Su cuerpo semidesnudo estaba rígido, ardiendo, y me agarré a sus anchas espaldas como si estuviera a punto de desfallecer. Mi garganta estaba a punto de rogarle que siguiera, que no me importaba que estuviera comprometido, que necesitaba que me tomara aquella noche, cuando un tiro resonó entre los árboles, mortíferamente cerca de donde nos escondíamos. 

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora