Capítulo XXVII
Los herederos de Escanón
Adam apareció tarde, para la sorpresa de Abdul. En el rostro del monarca se leía la inequívoca marca de aquel que fracasa, así que el sirviente no hizo comentario alguno al respecto, por respeto a su líder y por amor propio.
Por la mente del recién llegado se arremolinaban las ideas de venganza y retribución. Alcanzar el poder de Andemián se había vuelto más que una meta, una obsesión.
De no ser por esos malditos obeliscos.
Ah, los obeliscos. Si acaso existían seres que odiase con todo su ser, serían aquellos que le habían humillado con la derrota en repetidas ocasiones. Dos de ellos habían logrado encerrar su poder con la misma treta, y uno más, paseó por su propia casa, tomó de sus propios recursos, para, al final, arrebatarle en las narices un poder que habría significado la victoria temprana por la cual ahora debían esperar.
Se sacudió todas esas ideas al tiempo que acomodaba su elegante y áurea capa alrededor de su cuerpo. Por primera vez desde que hubo llegado, dio un verdadero vistazo a su alrededor y lo que vio encendió su, por lo general, nula capacidad de sorpresa. Magistrales columnas negras se levantaban a su alrededor, sosteniendo un techo del mismo color y tan reflejante, que su descripción acataba a la perfección las características de un espejo. El espacio era amplio, tanto que la perspectiva permitía que se cubriese con la palma de la mano los hermosos arcos que hacían de entrada.
Pero sin duda, lo más imponente y llamativo, eran las cuatro magníficas y portentosas estatuas que se levantaban de suelo a techo (lo que cubría más de diez metros de altura) con cuatro figuras que un humano habría calificado de demoníacas; entrelazadas y casi mezcladas. Con cada extremidad (acaso así se les podía llamar, o probablemente tentáculos, alas y pezuñas) tan unida a la siguiente, que era difícil distinguirlas unas de otras. Y los rostros, blancos e inexpresivos, tan parecidos a los de un humano desfigurado por el horror, terminaban por imponer la oscuridad que emanaban.
Adam apenas podía creer que ese templo había quedad en ruinas debido al olvido de miles de ciclos; milenios humanos, si así se pensaba. Mismo lugar donde los espíritus de los herederos, habían estado apresados por demasiado tiempo.
-Espléndido trabajo, Abdul –le congratuló el monarca en su seseante idioma parac-to-. El templo de Escanón ha recuperado su gloria de antaño. Aquel castillo comenzaba a quedarnos pequeño.
-Sólo así es justo recibir a sus verdaderos hijos –fue la respuesta de Abdul a tan flagrante felicitación.
Adam sonrió. Incluso con la vergüenza que cargaba en sus hombros por la derrota, le alegraba saber que la piedra angular de sus planes había salido a la perfección. Los herederos de Escanón habían regresado y ahora, con su poder y templo restaurados, Parac-do podría salir de la oscuridad a la que la fortuna les había condenado y sus hermanos, sus reinados reclamarían por fin lo aquello que los humanos sin ningún derecho disfrutaban. Cuando el Lumen se volviera su energía vital y la alegría ocupara un lugar en sus marchitos corazones, todo habría valido la pena.
Pero para eso, para poder hacer suya la celeste energía, tenía que destruir aquello que les impedía su propósito; la última salvaguarda que Andemián había dejado como irritante herencia: Los sellos. Eso le recordaba.
-¿Qué ha pasado con los humanos? –quiso saber Adam, pronunciando la última palabra con claro desdén.
-Escaparon –respondió un tercero que entraba justo en esos momentos al templo. Un individuo cubierto de pies a cabeza por una manta café y con un rostro tan familiarmente repulsivo, que Adam tuvo que reprimir el deseo de aniquilarlo- y la bestia fue exterminada –complementó su informe el David parac-to.
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Focus Lumen 2: Los herederos de Escanón.
Novela JuvenilDavid ha tenido sueños muy extraños, tanto, que su mente ya no sabe distinguirlos de la realidad. En otro mundo, muy lejano, una guerra entre dos dimensiones pone en peligro la existencia que con tanto trabajo, los humanos han logrado establecer. El...