–Mira –dice el detective, bajando la vista hacia la chica acurrucada en la camilla.
A pesar de la media docena de mantas, la pobre sigue temblando como cuando la sacaron del agua, hace una hora. Bob cree que diez, o quince minutos más en el lago, y la chica tampoco habría sobrevivido.–Solo has de contar la verdad. La verdad no puede hacer daño...
Ella no contesta.Desde lo alto de la pared, unos altavoces emiten música navideña; teniendo en cuenta que están en el servicio de urgencias, le resulta de una irracionalidad casi obscena.
Su mujer siempre le dice que es demasiado sensible para ser policía.–¿Jenna?
Silencio. Los ojos de la chica miran algo que él no puede ver. Él estaba allí cuando los submarinistas salieron a la superficie. La imagina concentrada en algo terrible, una verdadera pesadilla.
Tiene la cara tan blanca que los labios, duros y morados, parecen lombrices muertas; el pelo le cae en hebras grises y lacias.
Aún así Pendlenton advierte que es muy guapa y, considerando todo lo que ha pasado a lo largo de los años y también ahora, condenadamente valiente. Tiene ese tipo de belleza etérea e inconsciente de algunas chicas con que te rompen el corazón. O el suyo.–Jenna.
Bob le cubre las manos delgadas y sin vida con las suyas. Tiene la piel fría y pálida como el cristal. Con el contacto, un temblor recorre el rostro de la chica. Sus ojos miran el vacío y él se agacha para atraer su mirada.
–¿Cariño?
–¿Estoy... estoy... detenida?
Son las primeras palabras que pronuncia desde que la cogió de brazos de los submarinistas e insistió en llevarla, medio congelada tiritando, a la ambulancia. Su voz es vacilante y extraña.
–¿Voy a i-i-i-i-ir a la c-c-cárcel?
–No, no.
Le estrecha suavemente la mano.
–Claro que no. No has hecho nada malo. Ha sido un accidente.
–¿Qué parte? –pregunta ella.
Pendlenton frunce el ceño.
–No te entiendo.
–¿Qué parte ha sido un accidente?
Sus ojos, de un impactante y brillante verde marino, se humedecen y una lágrima le rueda por la mejilla.
–¿La de antes o la de después?
–¿Antes o después de qué? –pregunta él, pero ella se limita a menear la cabeza–. Jenna, tengo qué saber que ha ocurrido.
–Hace una pausa–. ¿No lo entiendes? Aquí la víctima eres tú.
Ella no responde.
–Mira, esto es lo que vamos a hacer.Pendlenton rebusca en el bolsillo y saca una grabadora minúscula, no más grande que un paquete de chicles. Le muestra la teclas y lo que significan los símbolos que aparecen en la pantalla; los números, para las carpetas; las letras, para los archivos.
–Como los capítulos de un libro. He oído que te gustan los libros.
–Y las películas –susurra ella–. Me... me gustan las películas.
–Perfecto entonces. Habla en el aparatito tanto como quieras. Las enfermeras dicen que vas a estar aquí un buen rato, así que en un par de horas vendré a ver cómo te va. ¿Qué te parece?
Ella estudia la grabadora y luego asiente.
–Vale.
–Buena chica.Pendlenton le da unos golpecitos en la mano, se vuelve para marcharse y se detiene en la puerta. Más allá de la habitación, en el área de traumatología, todo es caos, movimiento: médicos con bata blanca, el hedor a limpiador antiséptico, a carne moribunda y a sangre fresca, el tintineo del metal contra el metal, el pitido y monitores y un murmullo inarticulado de voces superpuestas. Pendlenton oye el agudo silbido de un mosquito y el grito seco del médico:
–¡Despejen!
Y luego... nada.Y más... nada.
Cuando Pendlenton vuelve a mirarla, podría apostar que ella también oyó el silencio.
–Ya no queda nadie más que tú para contarlo –le dice–. Así que necesito la historia, Jenna. Necesito la verdad.El dolor de sus ojos verdes desaparece y luego se enardece; por un momento, Pendlenton ve a la mujer en la que se ha convertido y que aún no debería ser, no a los dieciséis años.
Un aguijón ardiente de vergüenza se le clava en el pecho, como si hubiera entrado en la habitación de la chica sin llamar, y está a punto de apartar la vista.–Ya –dice ella–. Cómo si las dos fueran lo mismo.
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Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)
Random«-Ya no queda nadie más que tú para contarlo -le dice-. Así que necesito la historia, Jenna. Necesito la verdad. [...] -Ya -dice ella-. Cómo si las dos fueran la misma cosa.» Jenna tiene dieciséis años y su vida no ha sido fác...