Capítulo 43

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Mi Abuela me abraza fuerte.

Abuela—Haz caso a tu corazón, cariño, y por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor.Sus sentidas palabras susurradas al oído me confortan. Me besa el pelo.

Emma—Ay, Abue.

Me cuelgo de su cuello y, de repente, los ojos se me llenan de lágrimas.

Abuela—Cariño, ya sabes lo que dicen: hay que besar a muchos sapos para encontrar al príncipe azul. Le dedico una sonrisa torcida, agridulce.

Emma—Me parece que he besado a un príncipe, mamá. Espero que no se convierta en sapo.

Me regala las más tierna, maternal e incondicionalmente amorosa de sus sonrisas,y mientras nos abrazamos de nuevo me maravillo de lo muchísimo que quiero a esta mujer.

Abuelo—Emma, están llamando a tu vuelo —me dice nervioso.

Emma—¿Vendrás a verme,Abuela?

Abuela—Por supuesto, cariño... pronto. Te quiero.

Emma—Yo también.

Cuando me suelta, tiene los ojos enrojecidos de las lágrimas contenidas. Odio tener que dejarla. Abrazo a Bob, doy media vuelta y me encamino a la puerta de embarque; hoy no tengo tiempo para la sala VIP. Me propongo no mirar atrás, pero lo hago... y veo a Bob abrazando a mamá, que llora desconsolada con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Ya no puedo contener más las mías. Agacho la cabeza y cruzo la puerta de embarque, sin levantar la vista del blanco y resplandeciente suelo, borroso a través de mis ojos empañados.

Una vez a bordo, rodeada del lujo de primera clase, me acurruco en el asiento e intento recomponerme. Siempre me resulta doloroso separarme de mi madre; es atolondrada, desorganizada, pero de pronto perspicaz, y me quiere. Con un amor incondicional, el que todo niño merece de sus padres. El rumbo que toman mis pensamientos me hace fruncir el ceño, saco la BlackBerry y la miro consternada.

¿Qué sabe Christopher  del amor? Parece que no recibió el amor incondicional al que tenía derecho durante su infancia. Se me encoge el corazón y, como un céfiro suave, me vienen a la cabeza las palabras de mi Abuela: «Sí, Emma. Dios, ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?». Cree que Christopher  me quiere, pero, claro, ella es mi madre, ¿cómo no va a pensarlo? Para ella, me merezco lo mejor.m Frunzo el ceño. Es verdad, y, en un instante de asombrosa lucidez, lo veo. Es muy sencillo: yo quiero su amor. Necesito que Christopher Evans me quiera. Por eso recelo tanto de nuestra relación, porque, a un nivel profundo y esencial, reconozco en mi interior un deseo incontrolable y profundamente arraigado de ser amada y protegida.

Y, debido a sus cincuenta sombras, me contengo. El sado es una distracción del verdadero problema. El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es capaz de amar. Ni siquiera se quiere a sí mismo. Recuerdo el desprecio que sentía por sí mismo, y que el amor de ella era la única manifestación de afecto que encontraba «aceptable».Castigado —azotado, golpeado, lo que fuera que conllevara su relación—, no se considera digno de amor. ¿Por qué se siente así? ¿Cómo puede sentirse así? Sus palabras resuenan en mi cabeza: «Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto».

Cierro los ojos, imagino su dolor, y no alcanzo a comprenderlo. Me estremezco al pensar que quizá he hablado demasiado. ¿Qué le habré confesado a Christopher en sueños? ¿Qué secretos le habré revelado?

Apago la BlackBerry, incapaz de librarme de la angustia. A Christopher  le pasa algo. Puede que «el problema» se le haya escapado de las manos. Me recuesto en el asiento, mirando el compartimento portaequipajes donde he guardado mis bolsas. Esta mañana, con la ayuda de mi madre, le he comprado a Christopher un pequeño obsequio para agradecerle los viajes en primera y el vuelo sin motor. Sonrío al recordar la experiencia del planeador... una auténtica gozada. Aún no sé si le daré la tontería que le he comprado. Igual le parece infantil; o, si está de un humor raro, igual no. Por una parte estoy deseando volver, pero por otra temo lo que me espera al final del viaje. Mientras repaso mentalmente las distintas posibilidades acerca de cuál puede ser «el problema», caigo en la cuenta de que, una vez más, el único sitio libre es el que está a mi lado. Meneo la cabeza al pensar que quizá Christopher haya pagado por la plaza contigua para que no hable con nadie. Descarto la idea por absurda: seguro que no puede haber nadie tan controlador, tan celoso. Cuando el avión entra en pista, cierro los ojos.

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