"Heavy metal lover"

832 52 1
                                    


Un momento después, Henry se encontraba entre mis piernas con su boca en mi sexo. Sus dedos y su lengua se divertían en mí, ¡y demonios que lo hacían bien! Sus ojos celestres me miraban desde abajo mientras su lengua se encargaba de hacerme gemir. Podía asegurar que hacía mucho no me parecía tan caliente un hombre.


—Tú sí que eres un chico bueno, Henry Taylor —solté con voz agitada y una sonrisa divertida en el rostro—, pero es mi turno de mandar.

—No —soltó y alejó su majestuosa lengua de mí. Arrodillado entre mis piernas con su cabello revuelto por mis manos se veía como un dios del Olimpo—. No voy a pagarte por esto, Sharon. Yo quería hablar —me sonrió vengativo y se puso de pie, dejándome jadeante, deseosa de más. Mucho más. De todo él.

—No puedes negarme mi orgasmo, Henry —protesté quedándome tal cuál estaba al momento de su abandono.

—Pago por ti, preciosa —su voz sonaba divertida y sensual mientras se sentó nuevamente en el sillón donde estaba antes—. Pago por negarte y darte lo que sea que desee.

—Eres inteligente —le aseguré sonriendo divertida. Me gustaba que jugase así—. Bien. Como tú ordenes —acaté a sus juegos maliciosos cerrándome de piernas y sentándome correctamente. Estaba sentada frente a mi cliente con la ropa interior puesta y acalorada, pero se sentía muy distinto a veces anteriores.

—Aunque me muera por tomarte aquí mismo, no voy a hacerlo —me informó pasando una de sus manos por su cabello—. Es lo que quieres, ¿verdad? No voy a dártelo. A las mujeres las vuelve loca eso —solté una carcajada ante su ocurrencia.

—¿Deseas volverme loca? —pregunté divertida.

—Deseo que te vuelvas loca por mí —me confesó tomando nuevamente su copa de vino tinto—. Casi tanto como yo me he enloquecido por ti —culminó su idea y le dio un sorbo a su vino.

—¡Qué coraje el tuyo, Henry! —dije sarcástica— Pero lamento decirte que todos los clientes se vuelven locos por alguna de nosotras al principio. Somos tan imposibles como el mismo paraíso. No tengo citas, no salgo a cenas, no me presentas a tu familia, ni me caso contigo, ni te doy hijos. Solo me abres las piernas y metes tu maldita verga adentro, haces de mí lo que deseas, te satisfaces o me pides que haga lo que te encanta. Me das los billetes y te vas a tu casa a dormir con una esposa que sí te cocina y acuna a tus niños, ¿entiendes? —sus ojos celestes me miraban fijos, serios, atentos.

—¿Por qué no, Sharon? ¿Por qué no aceptarías salir a cenar conmigo? —su tono parecía el de mi terapeuta a los 8 años— Si no conoces lo que es una buena relación. Podría ser maravilloso —me aseguró.

—Porque no se trata de la cena. No entiendo, ¿qué quieres? ¿Qué sea tu novia? No me conoces —le recordé.

—¿Si no es la cena, qué es? —evitó responder mis preguntas.

—Respóndeme tú primero. Luego te diré qué es.

—Quiero conocerte, Sharon. Quiero disfrutar de tu tiempo, enloquecerme de amor por ti y que tú lo hagas por mí. Definitivamente, eres la mujer más encantadora y bella que he visto. Con carácter, linda. Deseo saber si encontré lo que buscaba, sin buscar realmente —solté una pequeña risa algo baja.

—Es mi trabajo —le recordé—. Yo vivo en el prostíbulo que me encontraste, cobro por sexo porque con ese dinero vivo el día a día. No tengo un departamento de lujo, ni un coche, ni un empleo por las mañanas. Nadie soportaría que cualquier tipo me folle por las noches y me tendría como novia, ¿entiendes? Básicamente, lo que deseas no lo encontrarás en un prostíbulo, porque allí la vida va a la inversa que en tus deseos.

—Lo que dices puede solucionarse —me informó clavando sus ojos celestes en mí. Él hablaba en serio.

—Si no vas a follarme, me iré —le advertí harta de su juego. Aquel hombre estaba loco—. Es tu problema si vas en busca de amor a un burdel, Henry Taylor —él suspiró y con lentitud se estiró para agarrar su copa y beber otro sorbo mientras me miraba.

—Bien. Vístete —ordenó. Se puso de pie y se encaminó hacia su saco—. Te llevaré al salón nuevamente.


Sin poder creer lo que estaba viviendo me puse de pie, tomé mi ropa y me vestí de prisa. Él ni siquiera estaba mirándome, parecía muy concentrado en lo que veía en la pantalla de su celular. Lo admiré en silencio unos segundos, de pie junto a la puerta. Él se veía imponente, guapo, sexy. Podía apostar a que era un hombre decidido y mandón, tan diferente a Eric Wilson, por ejemplo. Carraspeé recordándole mi presencia. Me miró nuevamente.


—Vamos —me indicó.

Pago por AmarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora