XXXII. Linz y el Rayito.

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Me giro, una vez más, en la cama, hacia la derecha.

Cierro los ojos con fuerza e inspiro para poder dormir.

Lo necesito.

Me giro, esta vez hacia la izquierda.

Resoplo.

Abro los ojos con fuerza y furia contenida y me siento en la cama.

Observo mi crecida barriga y la acaricio. Tomo el reloj que se encuentra en mi mesita de noche y que marca las 5 de la mañana.

Resoplo con mayor fuerza y enojo.

- Hijos, por favor... basta- sigo acariciando mi barriga, pero mis bebés no quieren detenerse y siguen pateando con fuerza mis costillas. - no es gracioso, papá necesita dormir, por favor.

Alargo la palabra con un tono de desesperación, pero continúan. Me recuesto nuevamente en la cama e inhalo con fuerza aire, cuando una patada en particular me imposibilita de hacerlo con normalidad. Y por primera vez, me encuentro a mí mismo deseando con todo mi corazón que esta etapa pase pronto y poder, nuevamente, dormir como hace meses que no lo hago. Dormir sin enterarme de nada... porque podré hacer eso, ¿cierto?

Me levanto hastiado y hasta la madre de las patadas de estos engendros del mal, porque ahora mismo, eso me parecen. Algo muy malo debo haber hecho en esta vida para estar recibiendo este castigo.

"¿A ti te parece?"

Sacudo mi cabeza para callar la molesta voz de mi mente y comienzo a pasearme descalzo, mientras canto una canción de cuna, bastante ridícula y ver, si de esa manera, mis hijos concilian el sueño y con suerte, yo también puedo hacerlo.

Después de una hora, el panorama no ha cambiado en nada, muy por el contrario, es como si con la canción de cuna mis bebés hubieran despertado más y sus patadas ahora son casi misiles que reciben mis costillas adoloridas.

En desesperación, recurro a algo que viene siendo como mi última carta bajo la manga, algo que de verdad quiero evitar, pero que ahora mismo me parece la mejor opción.

Algo que vengo haciendo desde que Mikey se fue. Desde que estoy solo y mis hijos se comportan así...

Enciendo el computador que se encuentra en mi escritorio y coloco el pendrive en donde, secretamente, me traje algunos videos caseros de Frank.

Su voz hacia la cámara, sus ojos que me hipnotizan, su sonrisa que eclipsa el sol.

En cuanto su voz retumba en las paredes de mi vacío hogar, mis hijos detienen todo movimiento, como si con solo escucharla, encontraran consuelo absoluto y decidieran que, ahora sí, pueden dormir.

Ha sido la única forma de calmarlos desde que sus movimientos se han hecho más dolorosos para mí.

Me quedo una hora más mirando videos y cuando amanece, las lágrimas corren copiosas por mis mejillas y la culpa, nuevamente, me carcome el alma.

Mis dedos tocan la pantalla donde el primer plano muestra la enorme sonrisa de mi Frank de 17 años, el día de su cumpleaños. Sus ojos brillan con intensidad y a veces siento que, de esta forma, la verdad es que estoy tocándolo a él...

Siento que me estoy trastornando con cada día que pasa lejos, como una sucesión de imágenes en blanco y negro, como si viese mi vida en retrospectiva y supiera que la he cagado en grande y que he perdido toda oportunidad de arreglar las cosas. Y sé, maldición, sé, que esta es la única forma en que poder volver a tenerlo, a través de una pantalla y por viejos videos de una época en donde él no me conocía, donde era feliz sin mí, que entre a su vida para hacer tanto daño.

Small BumpDonde viven las historias. Descúbrelo ahora