Ellas

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Se besaron, y la luna no pudo evitar tocarse un poco.

Mabel se quitó la blusa con ceremoniosa lentitud, como si un movimiento brusco pudiese destruir el planeta.

Un par de labios aterrizaron en su senos, muy cerca del alma, con una delicadeza sobrehumana.

Los dedos de Mabel viajaron a su lugar favorito: la espalda de Verónica.

Los labios de ambas mujeres volvieron a rozarse, como lo hacen frecuentemente el amor y la muerte.

Una tormentosa y placentera lluvia se había desatado entre sus piernas.

Un hombre miraba todo desde afuera, con su frente besando la ventana. En sus ojos no había lujuria, ni deseo...había lágrimas. Dos mujeres se prestaban la piel dentro de la choza...y una de ellas era su esposa.

Subió a su caballo, el cual relinchó al sentir el peso del jinete y el de su tristeza.

Avanzó por la llanura en dirección a la luna y un segundo caballo salió detrás de él. Este iba conducido por la muerte, quien lo seguía atraída por el aroma a corazón roto.

Su orgullo de hombre era un arma que no podía usarse en este caso.

Su pistola debía usarse en una guerra entre hombres, la revolución, a la cual se dirigía.

Ese par de mujeres eran intocables: no podía matar a su esposa, y mucho menos...a su propia hermana.

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