Capítulo 7

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Despierto sobresaltada, incluso la oscuridad de la habitación engaña a mi mente, pensando que aún estoy atrapada en la pesadilla, pero en un escenario diferente. Desesperada, busco a tientas el interruptor de la lámpara de la mesita de noche. El ver la calidez y la ligera claridad de la luz calma parte de mi estado. El interior de mi mano vuelve a recordarme una herida que no existe. Me encojo con mis rodillas al pecho mientras mi espalda acaricia el cabecero de la cama. La necesidad de que alguien me abrace y me susurre cosas dulces es tan grande que empiezo a llorar. Mi tía Susan se encargaba de ello incluso siendo adulta. Por estas cosas, no podía verla de otra manera como mi segunda madre.

Es como volver a ser aquella niña indefensa, que se escondía en su propia casa para no ser encontrada por su padre, mientras escuchaba a su madre sufrir sus abusos y maltratos.

De nuevo, tiemblo asustada. Ahora ni la luz me sirve de ayuda.

Mi mirada se desliza a un lado de la habitación, a la puerta. Me encuentro en un debate interno, que toma papel mi corazón y otras cosas, mucho más profundas que me avergüenza reconocer aunque sean totalmente naturales. Mis piernas que acaban plantándose en el suelo de madera. En una de ellas, sufro una protesta de dolor por la herida. Me estiro a recoger de la butaca mi bata de dormir y sin olvidarme de la muleta y el móvil.

Entonces, salgo de la habitación.

Es la primera vez que recorro sola el pasillo y únicamente dependiendo de guía gracias a la linterna de mi móvil. Las estatuas colocadas en fila parecen saludarme, de un modo sombrío. No quiero mirar atrás e imaginarme que una giró su cabeza porque lo más probable es que muera de un susto ahí mismo. El chancleteo de mis sandalias produce ecos como la sala de un museo de arte un lunes a primera hora de la entrada.

Según recuerdo, Malkolm, antes de marcharse de mi habitación, me dijo que ante cualquier cosa que necesitara, lo llamara por el primer número del teléfono de cable. Pero yo no me atrevo hacerlo, hacer lo más sencillo después de hacer una llamada: enviarle un mensaje de texto.

Sigo caminando y desconociendo la ubicación de su dormitorio.

Y por fin, llego al final del pasillo.

Para mi sorpresa y suerte, al bajar el móvil atisbo el filo de una luz que escapa al final de unas compuertas. Apuesto que debe ser la habitación de Malkolm, aunque me extraña que esté despierto a estas horas.

«Mejor, la visita será menos molesta. »

Alzo el puño, que está preparado para golpear la madera, pero le cuesta hacerlo. Resoplo. Cierro los ojos. Pero antes de que pueda intentarlo, la persona que reside en el interior, abre la puerta. Los ojos verdes están tan abiertos como los míos.

—¿Qué haces despierta? —inquiere, pero endurece la voz al percatarse de otra cosa, después de repasar mi cuerpo—. No, ¿qué haces caminando sola cuando deberías estar en reposo?

Sigue preguntándome sin darme la oportunidad de responderle y clamando mil situaciones donde yo soy víctima de un accidente por vagar de noche a ciegas. Este hombre tiene un problema de ansiedad con los accidentes de los demás.

—¿Puedo pasar? —Le interrumpo, ya cansada de escucharlo y soportar el creciente tirón en mi pierna mala al estar tiempo en pie.

Malkolm cierra la boca, tragándose otra de sus protestas y no la abre más, como si de repente tuviera pegamento en los labios.

Se hace a un lado, me permite entrar.

Si mi habitación la considero demasiado grande, la suya la supera. No puedo apreciar la decoración y detalles por la escasez de luz que desprende el fuego de la chimenea y también el de una lámpara en la mesa auxiliar, ligado a un ajustado sofá en compañía de dos sillones con el mismo aire clásico-rústico que la mía. En la mesa pequeña descansa una botella de whisky vacía, una carpeta que sobresale papeles en su interior, un desgastado y pesado libro, y un portátil encendido.

El alma del lobo (Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora