Introducción

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Comienza con un cuadro muy alabado en las grandes salas de la galería de arte de Edimburgo. Yo no le tengo gran aprecio al sentido artístico de esa obra si la comparo con muchas otras de allí. Y no soy catedrática de Historia o una aficionada a la mitología griega, solo una licenciada de Bellas Artes, que recorre como tantas otras veces, los pasillos, pero esta vez sin mi habitual compañía.

Unos niños, corren por la sala, casi tropezaron conmigo y un hombre. La madre consigue alcanzar a uno, lo zarandea reprochando su comportamiento al tiempo que llama la atención a su hermana, que se acobarda. Tras la escena familiar, vuelvo a observar el cuadro. El principal propósito para visitar la galería había sido distraerme, alejarme de las llamadas de amigos y conocidos de mi tía con su pesar, de abogados, de mi padre... Y no funcionó como esperaba.

Suspiro y me siento en el banco, ya sin saber dónde meter mi cabeza.

—El altruismo de los hombres representando a las diosas... —dice la voz de un hombre al tiempo que toma asiento a mi lado—. No creo que las diosas de la alegría, la belleza y el hechizo sean dignas de alabarse con frutos prohibidos y desnudos.

Dirijo mi mirada al desconocido, el mismo que había esquivado a los niños. Olvido mis ruidosos pensamientos y dejo una pequeña abertura en mi barrera. De nuevo, observo el cuadro, sin olvidar el poético comentario del hombre, que aparenta ser algo mayor que yo y no le faltaba atractivo.

—Porque les cuesta reconocer que sean portadoras de la inspiración de los artistas y filósofos. Y los hombres siempre tienen miedo de ser dominados. Prefieren ser ellos los dueños de toda creación.

El desconocido guarda silencio.

—Quizás crean que eso significa dominarlas

y crean que eso y la dominación son lo mismo.

Su reflexión me despierta un gran interés. Además, ¿quién habla de esa manera?

—¿Es profesor de Historia o Filosofía?

El vivo verde de sus ojos contrasta con su piel tostada.

—Ojalá, pero solo soy un aficionado, señorita. ¿Y usted?

—Estudié Bellas Artes.

El hombre, al cual no le falta encanto y exotismo, un acento marcado como el de un escocés del norte, se encorva y dice en voz baja:

—Y supongo que es de aquí y visitará con frecuencia el museo.

Asiento, con una extraña sonrisa que me provoca por su expresión cautelosa y avergonzada, poco apegada a ese prototipo de hombre robusto y de complexión neutra.

—¿No le importaría tomar su tiempo a indicarme la galería del ala sur?

En ese momento, mi intuición me advierte en negarle su petición, alejarme de él deprisa, pero yo la ignoro, fantaseando como el pintor del cuadro.


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El alma del lobo (Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora