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A sus diecisiete años Joyce era una romántica empedernida. Había leído tantas veces Emma de Jane Austen, que se moría por hacer de casamentera con alguna de sus amigas. Presentarle algún hombre atractivo y con buen estatus y que se enamorasen El único problema era que, al no haber sido presentada todavía en sociedad, sus contactos masculinos eran escasos. Estos se limitaban a los sirvientes, el párroco, su padre, su tío materno y poco más. Alguna amiga suya tenía hermanos, pero el contacto con estos había sido nulo. Los que eran mayores, porque eran mayores y los que eran pequeños ni los consideraba. En cuanto conociese algún caballero medianamente interesante, pensaba presentárselo a alguna de sus amigas, para que encontrasen el amor.

¡El amor! Tenía tantas ganas de encontrarlo, aún sabiendo que sus posibilidades de tener un matrimonio por conveniencia era más altas que hacerlo por amor. Tendría que buscarse un amante, llegado el caso. Sabía que entre las damas de alta cuna eso era normal, un secreto a voces. Mientras no te pillasen, todo estaba bien. Un amante podía ser la solución para vivir un ardiente amor como los de las novelas que leía. Tal vez un mozo de cuadra, o un jardinero. El verano anterior, cuando se alojó en casa de su amiga Amy Hoffman, las dos habían estado espiando varios días a uno de los mozos de cuadra. El muchacho era un poco bruto, cargaba a sus espaldas enormes balas de paja sin quejarse, con la piel oscura por la cantidad de horas que se pasaba bajo el sol y el pelo de un tono pajizo. Una de las veces, las pilló mientras se refrescaba en un abrevadero bajo el sol de media mañana. El latigazo que recorrió su cuerpo nunca lo había experimentado antes. El joven se limitó a sonreírles, conocedor de sus intenciones, mientras ellas corrían para esconderse. Solo recordarlo, provocaba que hasta el último cabello de su cuerpo se enrojeciese.

Sabía que lo que Amy y ella habían experimentado no era amor, era otra cosa. Al menos en ninguna de las novelas que ella leyó describían la sensación de calor que sintieron al ver al mozo refrescarse. El amor era sentir que te faltaba el aire, que necesitabas a esa persona constantemente a tu lado, que no dejabas de pensar en ella, que te sentías segura a su lado. Y ni Amy ni ella sintieron nada parecido por el mozo de cuadra, según hablaron luego a solas.

Su hermana Desdemona tampoco se había enamorado nunca, o al menos nunca se lo había confesado. Lo único que le había contado era lo aburrido que eran los bailes y lo horrible que eran los hombres que asistían a ellos. Muchos de ellos eran caballeros ya maduros, incluso ancianos, que tras vivir una vida disoluta, decían sentar la cabeza casándose con una jovencita cuya familia prefiriese ascender socialmente, antes que anteponer a la pobre muchacha. Sobra decir, que debido a la vida que habían llevado y a su edad, eran caballeros poco atractivos. A algunos les olía el aliento, otros habían perdido toda decencia y todos miraban a las muchachas como ganado. Veían solo en ellas los vientres que procrearían a sus herederos. Escuchar a Desdemona era desesperanzador.

¿Dónde se escondían los caballeros jóvenes, guapos y de buenas familias? Esos, le había explicado Desi, no acuden a bailes como los que ella acudía. Esos van a lugares de perdición, a sitios prohibidos a señoritas como ellas. Los caballeros que acuden a esos lugares saben que las mujeres que están ahí no les van a exigir nada. Son hombres que no quieren casarse tan jóvenes, y esas mujeres en lo último que piensan es en el matrimonio. La situación perfecta, concluyó. De nuevo, al oír a su hermana, Joyce enrojeció por la vergüenza. ¿Cómo sabía Desi eso? Su hermana se limitó a encogerse de hombros y responder que era un hecho de sobra conocido. Cuando ella comenzase a acudir a fiestas, oiría toda clase de rumores.

Ante ese panorama Joyce comprendía porque Desdemona prefería quedarse en casa leyendo tranquila, antes que acudir a bailes donde viejos babosos se dedicarían a ir tras ella. ¿Le pasaría a ella lo mismo? Tenía la esperanza de poder postergar un año su puesta de largo, si conseguía convencer a sus padres de que la mandasen a París para mejorar su francés. Muchas señoritas estadounidenses lo hacían. Eran enviadas acompañadas por alguna tía solterona, que se encargaba de refinar la educación de las jovencitas. Sabía que viajaban por Francia e Italia, pero eso en Inglaterra era impensable, pues eran los hombres los que realizaban ese Grand Tour. Joyce se conformaba con pasar una temporada en París, mejorando su pintura. Sabía que acudir a Italia, o Grecia a ver las ruinas clásicas iba a ser imposible.

En el fondo de su ser esperaba poder realizar el viaje y enamorarse de algún artista de alma atormentada, convertirse en su musa y ser retratada. Luego volvería a Londres, y como la señorita responsable que era, se casaría con quién sus padres considerasen conveniente. Sería el dulce recuerdo de ese amor de verano lo que iluminaría su mirada en las tristes tardes de invierno, mientras mecía en sus brazos a su hijo.

Con esa idea en la cabeza comenzó a leer tirada sobre su cama la primera carta del anticuario, dirigida a una tal Madame Caroline. La caligrafía del anticuario era un poco rimbombante, costaba entenderla. Entre eso y que su francés no era de lo más brillante, Joyce dedicó unos minutos a procesar la información que estaba leyendo, hasta acostumbrarse a la letra.

Databa cincuenta años atrás y comenzaba con un saludo muy formal. Tal vez aquí no se conocían, no había amor, pensó Joyce. La carta hablaba del resultado favorable de unas negociaciones. La decepción se reflejó en el rostro de la joven. Ella quería leer unas cartas de amor, no unas cartas de negocios. Para eso tenía la correspondencia de su padre. Hojeó un par de cartas más. Al comprender que esas cartas no eran amorosas, frustrada pensó en tirarlas a la basura.

Volvió a meter las cartas en sus correspondientes sobres, y al hacerlo una palabra escrita devolvió su atención a la correspondencia del anticuario. Babilonia. Puede que a ella esas cartas no le interesasen, pero conocía a alguien que seguro las leería encantada. Su hermana Desdemona. Contenta con el resultado de todo, guardó las cartas para dárselas a su hermana.

Esa noche Joyce soñó con el mozo de cuadra. Con su piel tostada por el sol y su cabello pajizo.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora