19. Cont.

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En el camino a la estación de tren, Desdemona pudo ver un poco la ciudad. Madame Rigaud le indicó varios lugares de interés, pero tampoco lo que vio fue suficiente para calmar sus ansias de explorar. Una pena que no pudiesen visitar la ciudad antes de partir a Baghdad esa misma noche.
La estación de tren de Constantinopla, al igual que en las ciudades francesas, era un hervidero de gente. Pero a diferencia de Francia, en Constantinopla, Desdemona no entendía a la gente, pues no hablaban el mismo idioma que ella. Abrumada por la situación, y con miedo a perder al matrimonio Rigaud, la joven optó por ignorar todo lo que ocurría a su alrededor y seguir a sus protectores, que se encargaron de comprar los billetes. Al creer que ella era una simple institutriz, adquirieron para ella un pasaje como su asistente. De esta forma, si bien no viajaría en primera clase, tampoco lo haría en tercera. Ocuparía una pequeña cabina en otro vagón, pero podría reunirse con el matrimonio en las comidas y en el salón. Por fortuna, esta vez no tuvo que cargar ella con su maleta, pues el matrimonio, al considerarla bajo su protección, indicó a un mozo que subiese su equipaje.

Mientras el personal acomodaba sus pertenencias, y al quedar todavía horas para la partida del tren, Madame Rigaud propuso que se quedasen en la cafetería de la estación. Desdemona, sintiendo todavía la carta escondida en su manga, rechazó la oferta, poniendo como excusa el avisar a la familia para la que iba a trabajar de su inminente llegada. La mujer le ofreció varias hojas de papel, sobres y sellos. Quería leer esa carta lo antes posible. Y lo tenía que hacer sola, pues sabía que Madame Rigaud querría saber todos los detalles, aunque eso supusiese revelar su verdadera identidad. Porque ese era el temor de Desdemona, que Burroughs admitiese saber quién era ella y el motivo real por el que quería ir a Bagdad. Tal vez incluso la amenazaba en nombre de Liebermann. Como un relámpago, el recuerdo de la mirada del Burroughs volvió a su cabeza. ¿Sería ese hombre capaz de hacerle daño? En su último encuentro, más que amenaza, había percibido cierta desazón. ¿Acaso estaba preocupado por ella? Una locura. Pensar algo así de su enemigo era una insensatez. Sacudió su cabeza, como intentando sacar esos pensamientos y buscó un sitio tranquilo donde leer la carta. Sentada en un banco alejada de la muchedumbre que iba y venía, sacó la misiva de su manga. El sobre estaba en blanco, sin ninguna indicación ni del remitente ni del destinatario. Rasgó la solapa por el reverso y con manos temblorosas extrajo la misiva. Soltó aire y leyó la palabras que horas antes Burroughs había escrito.

Perdóneme señorita Adams por tomarme el atrevimiento de escribirle estas palabras, pues sé que no es la manera correcta de hacerlo. Sé que mi comportamiento y actitud hacia usted desde que nos hemos conocido no ha sido del todo agradable y por ello no confía en mí. Asumo totalmente mi culpa. Podría intentar explicarle el porqué de mi conducta, pero ello supondría tener que confesarle información que en estos momentos me es imposible revelar, pues la seguridad de muchas personas depende de esta. Confío en que algún día lo pueda hacer, que pueda explicarle todo y usted pueda entonces perdonarme, si es que para entonces no me ha olvidado. Puede tener por seguro que yo no me olvidaré de usted y la llevaré siempre en mi corazón, como un dulce recuerdo.
No me olvidaré de sus ojos, de su aroma, ni de su voz. Recordaré siempre la risa que sale de su boca, como una suave lluvia de verano, la manera en la que contempla el mar, tan ensimismada en sus pensamientos, sus manos al juntarse con las mías al bailar, tan delicadas como nubes de algodón. Mis pensamientos me llevaban continuamente a usted, sin poder hacer yo nada por evitarlo. Las profundas sensaciones que usted despierta en mi espíritu son la causa de mi turbación estos días que he pasado con usted. Estos sentimientos son del todo ajenos a mi persona, por lo que no sé cómo actuar con ellos. Pensé que si usted me aborrecía, el afecto que siento por usted desaparecería. Estaba del todo equivocado, pues no han hecho más que aumentar. La visión de usted en mi mente se siente como los rayos de sol de la primavera que derriten el frío hielo del invierno. Solo me quedan los recuerdos y soportar la tristeza que estos me provocan. He sido un estúpido y esa es una carga que llevaré siempre con pesar en mi corazón.
Me siento necio sólo de pensar en usted y admiro su valor por ser capaz de hacer lo que está haciendo. Tenga por seguro que ninguna de las institutrices que he conocido harían lo que usted va a hacer. Requiere más valor del que yo ahora mismo tengo al optar por escribirle, en vez de confesarle a usted cara a cara lo que siento. Es más fácil escribir y enfrentarse al rechazo de esta manera que hacerlo en persona. ¡Podía haberlo hecho de tantas otras maneras! Bajo la luz de la luna, o cuando compartimos un baile, pero en todas las ocasiones me quedaba paralizado y lo único que era capaz de decirle eran tonterías. En caso de que usted decline mi confesión, y no la culparía de ello, siempre puedo pensar que la carta en la que lo hace se extravió. Prefiero pensar eso a aceptar que no soy digno de usted. Así de egoísta y egocéntrico soy, no lo niego. Me tomaré este tiempo alejado de usted como un momento de reflexión y soledad del cual espero reponerme.
Puedo imaginarme ahora mismo como usted se ríe de mis palabras, incrédula, pero le aseguro que mis sentimientos hacia usted son sinceros. Este romanticismo de escribirle una carta a usted revelándole mis sentimientos me sorprende a mí mismo. Sé que esta confesión le puede parecer apresurada, o una forma de evadir sus temores, pues, aunque no lo crea, no soy ajeno a ellos. Por ello le pido encarecidamente que tenga cuidado en su viaje, que sepa elegir bien de quien se rodea y recuerde que siempre puede volver a su hogar, pase lo que pase.
Por favor, escríbame lo antes posible asegurándome que ha llegado bien a Egipto. Le dejo abajo mis señas. Me conformo con unas breves líneas, pues sé que no puedo pedirle más. Hasta que no lea de su puño y letra que se encuentra segura, viviré en un estado de inquietud del cual solo usted podrá sacarme.
Siempre suyo, William S. Burroughs

Al terminar de leer la carta, Desdemona estaba más confundida que antes. ¿Burroughs le confesaba sus sentimientos? ¿Estaba enamorado de ella? Era una locura. Notaba como su corazón palpitaba. Levantó la vista de la hoja y miró a su alrededor. Vio a la gente pasar en busca de sus tres, de sus familiares, de sus parejas. Entonces, lo supo. Ella también le quería.

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