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Polvo. Esa sería la palabra con la que definiría su primera sensación de Bagdad. El viento había traído un polvo rojizo, que según le explicaron en el hotel, era arena del desierto. El calor en la ciudad era asfixiante, hasta el punto de casi inmovilizarla. Era como una bofetada en la cara. Cuando se bajó del tren optó por interpretar un papel. Sería Desdemona, una joven acostumbrada a viajar sola. No sería esa jovencita inglesa acostumbrada a estar protegida por su familia, encerrada leyendo libros. No, ahora sería una mujer, no una jovencita, que sabía desenvolverse en cualquier situación. Fingiría tener seguridad, aunque por dentro se estuviese temblando de miedo y al borde de un ataque de pánico. Así que, mientras descendía del tren lo más erguida posible, levantó la barbilla y comenzó su actuación. Al fin y al cabo, ella era Desdemona Russell, hija de un conde inglés.

Encontrar un hotel fue más sencillo de lo que pensó. Al salir de la estación vio varios carruajes y hombres con carretillas que se ofrecieron a llevar su maleta a donde ella quisiese, o al menos eso creyó entender. Los hombres gesticulaban y señalaban sus carretillas mientras le decían algo en ese idioma desconocido para ella. El polvo que levantaban cuando se movían, provocó un ataque de tos en Desdemona, que tuvo que cubrirse el rostro con un pañuelo. Vio como un hombre de aspecto europeo y arreglado tomaba uno de esos carruajes, por lo que ella hizo lo mismo, indicando al conductor que siguiese a ese hombre. Y así, sin problema alguno, se encontró ante las puertas de un hotel que no tenía mal aspecto. Pidió como pudo una habitación y, esta vez sí, le subieron la maleta a la habitación. Tal vez Bagdad sea más civilizado que Marsella, pensó con una sonrisa mientras colocaba su ropa en el armario. La excitación ante la cercanía de su objetivo aumentó. Por fin estaba ahí. ¿Quién habría dicho que una jovencita como ella, que no se había despegado nunca de las faldas de su madre, fuese capaz de llegar hasta ahí sola? Iba a hallar la ciudad de Babilonia ella sola, sin ayuda de nadie.

El calor que hacía en la ciudad era mayor que el que había experimentado en Constantinopla el poco tiempo que estuvo en la ciudad. Tantas capas y capas de ropa, que al retirarlas para poder darse un baño se sintieron como una carga más pesada que la maleta cuando llegó a Marsella. Su decencia y sentido del pudor le decían que tenía que aguantarse y seguir vistiendo así, pero su cuerpo, sudando como nunca lo había hecho, le indicaba todo lo contrario. ¿Cómo hacían allí las mujeres? Tendría que fijarse en ellas, en sus atuendos. Estaba segura de que los tejidos que usaban eran más ligeros que los de sus vestidos, que a pesar de ser la última moda en París, eran del todo impropios par un clima tan cálido como el de Bagdad.

Tras darse un largo baño en el que todo el polvo que se había depositado sobre su cuerpo desapareció y beber un relajarte té, Desdemona decidió explorar la ciudad. En recepción un agradable hombre le indicó dónde podía contratar los servicios de un guía que le mostrase la ciudad en su idioma. Antes de salir del hotel, el hombre que la atendió le recomendó comprar un sombrero en un establecimiento cercano, pues al no estar acostumbrada a un sol tan fuerte, podría quemarse la piel.

Y así, con un sombrero de paja de ala ancha sin ningún adorno, que en Londres se consideraría anticuado y con una ligero pañuelo de lino blanco como forma de sujeción, Desdemona acudió al lugar recomendado por el recepcionista del hotel para encontrar un guía. Las opciones eran reducidas, pues solo dos hombres hablaban inglés. Uno de ellos la miró con desdén, tal vez por ser mujer, por lo que optó por contratar los servicios del otro hombre, Fahad.

Las calles de Bagdad eran del todo diferente a las de Londres, con esa cantidad de personas moviéndose por ellas, como si de un hormiguero se tratase. Calles llenas de puestos de todo tipo, callejones en los que dormían perros en busca de la sombra, pequeños recovecos en los edificios donde la gente se resguardaba del calor. Aquella ciudad era como sumergirse en un tanque lleno de vida y color. Porque ese era otro tema, el color. Mientras su ropa, ya polvorienta, era de un color anodino, las ropas que aquellas personas llevaban eran de múltiples colores, creando combinaciones que ella jamás había visto antes. Un mundo nuevo se abría ante sus ojos. Hasta el olor de la ciudad era diferente.

-Especias- comentó Fahad en su extraño acento- Aquí comemos muy especiado, señorita, por lo que abundan los comercios dedicados a las especias. Durante siglos estas fueron consideradas como el mejor método para cobrar. La gente intercambiaba especias a cambio de lanas, algodones, alimentos como el pollo o pan. Tenga cuidado con la comida, los primeros días los extranjeros como usted tienden a acudir más asiduamente al baño debido a las especias.

-¿Qué tejidos usan para vestirse? Sus ropas son tan diferentes a las mías...

-Comprenda señorita, que nuestro clima es bastante extremo. Pasamos de las altas temperaturas del día, a las más bajas. Por ello nuestra ropa es diferente a la suya. Es más cómoda, debería probarla.

Desdemona respondió con una sonrisa. ¿Llevar ropa que no implicase llevar un corsé? Eso sí que sería el último resquicio de pudor que perdería. Cuando el sol alcanzó su máximo apogeo, la joven se planteó el hacer caso al hombre y comprar ropa como la que llevaban las mujeres en Bagdad.

En su recorrido por la ciudad, Fahad le mostró varias mezquitas, las cuales solo pudo ver desde el exterior. Ante el sonido que de repente llenó la ciudad, el hombre le explicó que era la llamada al rezo. Vio como las personas se dirigían a rezar, cumpliendo con sus obligaciones religiosas. Caminaron a orillas del rio Tigris, desde donde observó las cúpulas bulbosas que se elevaban sobre el azul cielo de la ciudad. Era una ciudad fascinante. Niños corriendo por las calles, libres como ella jmás lo había hecho. Hombres gritando desde sus comercios para atraer a los clientes. Mujeres que estudiaban con curiosidad su atuendo. Se sentía tan lejos de Londres en esos momentos, pero la sensación era única.

Se refugiaron del calor comiendo en una casa que escondía un patio lleno de plantas que daban sombra. Una ligera brisa permitía que no se hiciese tan caluroso el almuerzo. Unos niños jugaban con el agua de la fuente situada en el centro del patio. Una mujer les servía comida que el guía había pedido. Tal vez teniendo en cuenta que Desdemona era una recién llegada, la comida, según le comentó el hombre, no estaba muy especiada. Tras almorzar, tomaron un té que para nada se parecía a los que ella acostumbraba a tomar en su casa. Este, servido sin leche, era de un sabor más fuerte y con un toque de cardamomo. Una auténtica delicia.

Mientras esperaban a que el sol cayese un poco, Fahad le explicó la historia de Bagdad, de como esta se remontaba al siglo VIII. Como la ciudad fue creciendo poco a poco. En ningún momento el hombre le hizo mención a la turbulenta situación que, según Madame Rigaud, la ciudad estaba pasando, así que ella prefirió no preguntar. A los hombres, por lo general, no les gustaba hablar de política con mujeres. Y mucho menos con extranjeras.

Desdemona disfrutó de la visita de la ciudad, pero no olvidó su propósito, por lo que preguntó a Fahad si tal vez él le podía guiar a través del desierto. El hombre la miró de hito en hito, como si esperase que ella pasase sus días paseando por la ciudad y no a lomos de un camello. Cuando recobró la compostura, le respondió que él no se dedicaba a eso, pero que al día siguiente podía enviar a alguien de su confianza a recogerla al hotel a primera hora de la mañana. Tras indicarle en que hotel se alojaba, Desdemona regresó al alojamiento.

El calor la había agotado, y lo único que quería era descansar bajo la sombra de una palmera mientras tomaba uno de esos deliciosos tes. Estaba de nuevo llena de polvo y pegajosa por el sudor. Pidió que le preparasen otro baño y sacudiesen su ropa mientras ella lo tomaba. Sumergida bajo el agua de la bañera, pensó que era absurdo seguir así, al borde del desmayo por las capas y capas de ropa que llevaba. Incluso ahora se estaba bañando con ropa.

Cuando terminó su baño, pidió que le subieran la cena a la habitación, pues le apetecía hacerlo en la terraza de su dormitorio, sintiendo la suave brisa del anochecer sobre su piel, como una caricia. El ruido de la ciudad se veía amortiguado gracias al jardín lleno de plantas y árboles que tenía el hotel. La fragancia a flores inundó sus fosas nasales. El cielo poco a poco fue oscureciéndose. Degustó el dulce sabor de las uvas que le habían servido con su cena. El jugo descendía por sus dedos, como cuando de pequeña se colaba en la cocina de su casa y comía manzanas a escondidas. Paz. Calma. Así se sentía ella esa noche.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora