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– Oh, padre. ¡Muchísimas gracias! ¡Son justo los libros que quería!–  Desdemona no podía creerse que su padre hubiese accedido a comprar los libros recomendados por el señor Liebermann. Su padre en cuestión de libros se negaba a adquirir más, aduciendo que la biblioteca de la casa desbordaba lecturas de todo tipo. Cuando se hubiesen leído cada uno de los ejemplares, podrían adquirir libros nuevos. Hasta entonces, ningún libro entraría por las puertas de la casa. Las jovencitas se veían en la situación de tener que pedir prestadas a sus amigas las últimas publicaciones, pues, aunque llena de libros, la biblioteca se hallaba escasa de novela romántica. Y los pocos con los que contaban estaban pasados de moda. Hasta el lenguaje que empleaban estaba obsoleto. Por eso, cuando es tarde su padre apareció con los libros, Desdemona se sorprendió.

–  Era comprar tus libros, o seguir escuchando la verborrea de tu madre una mañana más. Mi límite de conversaciones acerca de cotilleos de la nobleza británica se ha terminado. – El Conde observó como su hija olía las páginas de los libros nuevos. Volvió la mirada a su esposa, sentada frente a él –  Tengo interés en conocer a ese señor Liebermann. Alguien que haya conseguido que mi esposa aguante en un museo tantas horas sin quejarse, es digno de mi respeto.

– Oh, señor Russell, ¿cómo puede decir eso de su esposa, aquí presente?–  la Condesa fingió indignación ante las palabras de su marido, respondiendo con un aleteo enfurecido de su abanico.

– Mi querida señora Russell, sabe que mis palabras solo buscan molestarla para lograr su atención–  confesó el Conde con una sonrisa pícara a su esposa, que estalló en carcajadas, como una niña pequeña.

Desde la llegada de su padre a París, el matrimonio Russell recorría las calles de París como unos jóvenes enamorados, ante el asombro de sus hijas, que les seguían con recelo. No es que sus padres se odiasen, pero jamás habían presenciado tamaño despliegue de cariño. Al haber sido un matrimonio de conveniencia, las hijas Russell siempre habían creído que sus padres simplemente se toleraban, pero estos últimos días se habían dado cuenta de que tal vez eran las rígidas normas de la sociedad británica lo que impedía esas muestras afecto. Sus padres iban agarrados del brazo cuando paseaban por las calles parisinas, algo que habría supuesto todo un escándalo en el círculo aristocrático al que pertenecían. En la capital francesa todo daba igual. Lo que sucedía en París, se quedaba en París.

A lo largo de esos días acudieron a la ópera, a restaurantes de lujo, visitaron la Sainte Chapelle, pasearon a orillas del Sena y admiraron a los pintores de Montmartre. En un principio, Virginia se negó a que sus hijas visitasen un lugar como Montmartre, por ser considerado un lugar de perdición, con burdeles y cabarets, pero tras asegurarle el Conde que irían a plena luz del día, y que no encontrarían entonces a mujeres de mala fama, accedió a la visita.

Joyce se asombró con la belleza de las pinturas de aquellos artistas venidos a menos, confesando esa noche a su hermana sus planes de futuro de ir a estudiar a París arte. Era un sueño que probablemente nunca se realizaría, pero Joyce soñaba con ese momento. Desdemona escuchó cómo su hermana se emocionaba sólo con hablar de acuarelas, óleos, pinceles y aguarrás. Sabía que le entusiasmaba el arte, pero desconocía esa faceta suya de artista. Sus conversaciones en los últimos meses se habían limitado a vestidos, telas, cintas, bailes y muchachos. Esperaba que en cuanto Joyce fuese presentada en sociedad, compartiese con ella las inquietudes y chismorreos acerca de la nobleza. Al no conocer a toda la gente, Joyce no podía entender los mordaces comentarios de su hermana mayor, así que solo sonreía ante ellos.

Al tercer día de su llegada, Sir Charles no las acompañó en el desayuno, como había sido siendo habitual en los días anteriores. Su madre adujo que tenía que realizar una serie de negocios relacionados con su visita. Habían olvidado por completo el motivo de que su padre hubiese acudido a París. Los personajes implicados aparecieron en sus cabezas y desaparecieron más rápido que un parpadeo. En realidad, nada de ello les importaba. Cierto que era todo un escándalo, pero sabían que pronto sería sustituido por otro más novedoso, por lo que sus cabezas optaron por no dedicar más tiempo a la historia del aristócrata huido.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora