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Cuando terminó de arreglarse para la fiesta que se celebraba esa noche, Desdemona meditó acerca de cómo encontrar al señor Burroughs y convencerle de que no bailase con ella esa noche. Por mucho que Madame Rigaud se empeñase, ella no le debía nada a ese hombre. Bueno, pensó, sí que le debo algo. Fue él el que me mostró los libros que debía consultar. Si no hubiese sido por su ayuda, ella no estaría ahora en ese barco. ¿Por qué lo habría hecho? De nuevo, el señor Liebermann acudió a su mente.

Esa mañana se había encontrado con él a la entrada de la biblioteca. Seguramente se dio cuenta de sus intenciones, a pesar de sus mentiras, y de que ella no iba a revelarle nada, por lo que encargó a Burroughs que la ayudase. Creyendo que ella iba a confiar en el hombre debido a la ayuda que le proporcionó, le envió para que la vigilase y lograse hacerse con los papeles.

Quizás aprovecharía esta noche, mientras él bailaba con ella, distrayéndola y el señor Robertson se colaría en su habitación para buscar las cartas. Ahora que lo pensaba, eso tuvo que ser lo que pasó en el hotel de Marsella. Efectivamente, el señor Burroughs no había revuelto entre sus cosas, ya que había sido Robertson el que lo había hecho. Esos dos hombres la habían tomado por tonta, pero lo que ellos no sabían es que ella lo sabía. Lo mejor sería seguirles el juego. Total, por mucho que buscasen entre sus pertenencias no encontrarían nada, ya que las cartas estaban guardadas en un pañuelo atado a su cintura.

Con esos pensamientos, que se reflejaron en su rostro en forma de sonrisa traviesa, Desdemona salió de su dormitorio y se dirigió al restaurante, donde tendría lugar la fiesta. Las puertas del pasillo de su camarote se abrían y cerraban, mientras la gente acudía alegre al lugar de la fiesta. Los matrimonios andaban agarrados del brazo, los niños correteaban y los jóvenes estaban nerviosos ante la expectativa de conocer a otros jóvenes. La efervescencia del acontecimiento era palpable en el ambiente, contagiándose de ella Desdemona, que optó por quedarse unos minutos en cubierta para tranquilizarse.

La noche era cálida, las estrellas brillaban en el oscuro cielo como diamantes. El sonido de la música y la gente hablando y riendo llegaba como un murmullo lejano. La muchacha no era la única que había decidido esperar en la cubierta a entrar. Un par de parejas se abrazaban aprovechando la oscuridad. El ambiente era propicio para los encuentros amorosos.

Seguro que a su hermana Joyce le encantaría que le contase lo terriblemente romántico que era todo. Se acordaba tanto de ella. La echaba tanto de menos. Y a sus hermanas pequeñas. Habrían disfrutado tanto oyéndola contar todo lo que había vivido en ese viaje. Se habrían preocupado por ella al narrarles lo vivido en el hotel en Marsella y lo que se había mareado en el barco el primero día. Se habrían carcajeado al explicarles la arrolladora personalidad de Madame Rigaud. Joyce habría querido que le describiese al señor Burroughs. ¿Era alto? ¿Apuesto? ¿Parecía inteligente? ¿Era elegante? ¿Tenía buenos modales?

Preguntas que ni ella se había hecho, pero que ahora acudían a su mente. La imagen del hombre apareció en su cabeza. Sí, era alto. ¿Apuesto? Según se viese, pero a Joyce se lo habría parecido. A su hermana le gustaban los hombres con el pelo de color pajizo, como el del señor Burroughs. Inteligente parecía, y sospechaba que lo era más de lo que hacía ver. Su estilo a la hora de vestir reflejaba cierta elegancia. Tal vez venía de una familia adinerada.

Lo que no tenía, sin duda alguna, eran buenos modales. Siempre se estaba burlando de ella, aunque fuese con la mirada. Esa mirada que se clavaba como ella como una estaca. Cada vez que él optaba por mirarla así, un latigazo recorría su cuerpo, de pies a cabeza. Y esa sensación, sabe Dios porqué, no la disgustaba del todo. Casi que podría decirse que quería que el señor Burroughs la mirase así de continuo. Sin duda alguna era un hombre misterioso, empezando por esa forma de distribuir los alimentos en el plato antes de ingerirlos, que no era normal. ¿Por qué pensaba ahora en ese hombre? Y de esa forma, como si no fuese su enemigo. Como si fuese uno de los tantos asistentes a los bailes a los que acudía. Como si pudiese ser un candidato para casarse con ella. Desdemona no pudo evitar resoplar ante la idea de considerar al señor Burroughs como posible marido. Era una locura.

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