Los días fueron pasando en el tren, haciendo paradas en ciudades de las cuales Desdemona nunca había oído y cuyos nombres le era imposible memorizar. La gente se iba y nuevas personas ocupaban su lugar. Madame Rigaud en ningún momento cesó su cháchara, pero afortunadamente, la joven ya se había acostumbrado a tal punto que sabía cuando podía dejar de oírla y sumergirse en sus pensamientos. Incluso era capaz de responder a sus preguntas sin necesidad de seguir el hilo de la conversación.Porque desde esa primera noche en el tren, Desdemona lo que hacía era pensar. Reflexionaba acerca de todo lo que estaba viviendo y lo que había vivido hasta entonces. Y todo lo dejaba por escrito, como un diario. Anotaciones que escribía saltando de un tema a otro. Día tras día reflejaba en esas hojas todo aquello por lo que estaba pasando y lo que sentía.
Porque no sé cuáles son sus intenciones reales. Pensaba que le había enviado Liebermann para espiarme, pero desde Constantinopla no sé nada de él. Supongo que seguirá ahí, haciendo sus negocios. ¿Me equivoqué? ¿Fue todo producto de la casualidad? ¿Sus palabras son ciertas? Estoy tan confundida. Querría arrancármelo de la cabeza, borrar todo rastro de su recuerdo de mi mente, pero es imposible. Madame Rigaud no para de sacar su nombre y el del señor Robertson a relucir en cada oportunidad posible. Para ella, ninguno de los otros pasajeros con los que hablamos en este viaje son como ellos dos. ¿Cómo voy a olvidarme así de él? ¿Qué ha sido de la Desdemona que no quería saber nada de los hombres, qué quería explorar mundo? Ahora soy como una de esas debutantes más, que suspiran de amor. La única diferencia es que, si ellas lo hacen en sus mansiones, yo lo hago en un vagón de tren. Mi vida ha alcanzado límites tan absurdos, que jamás me lo habría imaginado.
¿Qué será de Joyce? Mi querida hermana pequeña, tan inocente y romántica ella. Espero no haberle arruinado su futuro, su presentación en sociedad. La nostalgia de los recuerdos me abruma. Pensar en mi familia hace que las lágrimas se deslicen por mi rostro sin que yo pueda hacer nada por evitarlas. Por fortuna, Madame Rigaud no me ha pillado nunca o me vería en la tesitura de tener que inventarme alguna excusa y tener que soportar sus miradas compasivas y peroratas eternas. No es mala mujer, pero su conversación es extenuante.
Ese hombre es peligroso, lo sé. Fui una confiada en París y ahora estoy pagando las consecuencias de ello. No duermo bien por las noches, pensando que en cualquier momento él o alguno de sus secuaces pueden aparecer para hacerme daño. El señor Liebermann no quiere que yo llegue a Bagdad. Desde hace días me siento más nerviosa que de costumbre. Con cada ruido o golpe que oigo, mi corazón se acelera, pero luego pienso que es imposible que me encuentre. El tren que cogí rumbo a Marsella era el primero, y el barco que me llevó a Constantinopla igual. Además, parten tantos barcos en tantas direcciones desde ese puerto que es imposible que supiese cuál tomé yo. Tengo que dejar atrás mis temores. Ese hombre jamás me encontrará.
La comida del tren es tan diferente de la inglesa. Los sabores son más fuertes. Madame Rigaud dice que es por las especias, que mi paladar no está acostumbrado a ellas, pero que si algún día vuelvo a probar comida inglesa, esta no me sabrá a nada.
Sus ojos me persiguen cada noche en mis sueños. No puedo borrarlos de mi mente. Se han anclado en lo más profundo de mi ser. Son como la inmensidad del océano en un día de otoño.
¿Habrá enviado el señor Liebermann a que alguien me siga? Con tanta gente subiendo y bajando de este tren, ya no sé quién está con nosotros desde Constantinopla. Aquel hombre que se subió detrás nuestro ha desaparecido. Me imagino que en alguna ciudad de exótico nombre.
El aire que se cuela a través de las ventanas se siente como una caricia por las mañanas. El resto del día, la temperatura en la cabina que ocupo alcanza tales grados que es imposible quedarme en ella. Por ello estoy todo el día con el matrimonio Rigaud, jugando a las cartas o leyendo alguna novela. Por las tardes algunos pasajeros se unen y se celebra alguna tertulia entre los hombres. Madame Rigaud en esos momentos prefiere descansar antes de cenar, así que me quedo para escucharles fingiendo estar inmersa en mi lectura. Es interesante como hablan los hombres cuando creen que ninguna mujer les escucha.
Los días se me hacen larguísimos entre estos vagones. Esta mañana uno de los niños de una familia que se subió en la anterior parada y yo hemos estado correteando por los pasillos. Me ha venido bien estirar las piernas y alejarme del vagón salón, donde esos hombres solo hablan de dinero y dinero.
El recuerdo de sus rostro poco a poco se difumina de mi memoria y solo me quedan las palabras que me dejó escritas. Aún así, mi corazón se acelera sólo de pensar en ella. ¿Me estoy aferrando a un recuerdo o de verdad esto es amor?
Por fin, un día Madame Rigaud le informó de que en unos días llegarían a Bagdad, donde sus caminos se separarían. Le hizo prometer que la escribiría en cuanto saliese de esa ciudad. Le recordó que el señor Robertson también le había pedido lo mismo, por lo que Desdemona se vio en la obligación de asegurarle que en cuanto llegase a Egipto, escribiría con premura a los que habían sido sus acompañantes de viaje. Madame Rigaud le hizo prometer que si algún día volvía a Londres, que la avisase. Tal vez podían encontrarse de nuevo, tomar un té juntas y contarse sus aventuras.
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LA PUREZA
Fiksi SejarahLa joven Desdemona Russell tiene una sola pasión: la arqueología. ¿Quién iba a decirle que su pasión la llevaría a buscar un tesoro perdido en medio de un desierto? Lo que Desdemona desconoce es que cuanto más se acerca a su objetivo, mayor es el pe...