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Según se acercaba a Inglaterra, Desdemona se inquietaba más. En el viaje en barco de Constantinopla a Marsella recorrió el barco varias veces andando, tratando de calmar sus nervios, que iban acrecentándose según se aproximaban a la costa francesa. Cuando llegaron a la capital del Imperio otomano, las noticias de la revolución en Bagdad habían llegado a la ciudad. En la estación bizantina la llegada del tren fue recibida con algarabía. Al descender del vagón la gente les esperaba con alimentos y ropa de abrigo, así como empleados de los consulados, esperando a sus compatriotas para facilitarles el retorno a sus países. Todos habían huido de Bagdad casi con lo puesto, dejando atrás ropa, amigos, trabajos... En definitiva, una vida. El dinero con el que contaban no sabían cuánto valía realmente ahora. Habían pasado de vivir una vida acomodada y llena de privilegios a no saber qué futuro les esperaba, especialmente aquellos que viajaban en tercera clase. Los de primera tenían sus hogares en Inglaterra esperando su llegado. Habían considerado Bagdad una breve estancia que les reportaría grandes beneficios económicos y sociales. En cambio, aquellos que había dejado todo por irse a vivir a la lejana ciudad y progresar, lo habían perdido todo. Lo único que les quedaba era la esperanza de que sus gobiernos pudiesen repatriarles y tener un futuro mejor del que creían que les esperaba. En la mayoría de los casos eran mujeres con niños que habían escapado, mientras sus maridos se quedaban atrás, esperando para poder reunirse con su familia. Para ellas el futuro se les presentaba oscuro, sin ninguna posibilidad. Lloraban cuando sus hijos no les veían, y se daban ánimos y consejos entre ellas. Alguna establecieron lazos que prometieron continuar a través de cartas.

La gente se agolpaba ante los empleados del consulado británico, pidiendo ser atendidos urgentemente. Estos pidieron a cada ciudadano la documentación, motivo por el cual habían viajado a Bagdad y la duración de su estancia. Desdemona prefirió mantener su falsa identidad de institutriz, pidiendo a Martin que no revelase sus verdaderos orígenes. Para su familia estaba muerta, por lo que no quería que por casualidades del destino alguien escuchase que la hija mayor del Conde de Devon seguía viva, volviendo de un tren de Bagdad. En bastantes problemas les había metido, como para encima desmontar la historia que les protegiese del escarnio social.

– Señorita, su familia estará esperándola, créame. Tiene que tener confianza. Si la quieren, perdonarán sus errores.

– No, Martin. Para ellos estoy muerta– contestó rotunda recordando las palabras de Liebermann. Comprendía que la presión social a la que su familia estaba sometida era muy alta, por lo que sus acciones serían consideradas un escándalo tan grande que la familia tardaría generaciones en recuperarse. Era más fácil matar al origen del problema y fingir tristeza por una hija muerta. No podía reprocharle nada a su familia, cuando ella les había traicionado así. Tal vez Martin no lo entendiese, pero ella sí. Había crecido en esa sociedad, en esa jaula de oro. Conocía las normas y los castigos que se aplicaban a aquellos que rompían las reglas.

Tras esperar todo el día en la estación de tren junto a otros viajeros, el consulado británico les consiguió billetes para el barco con destino Marsella para dos días después. En esos dos días exploró junto a Martin la capital, visitando mezquitas, bebiendo té y viendo bellos atardeceres. Aprovechó para escribir a Madame Rigaud, explicándole que había logrado huir de la ciudad gracias a la valerosa ayuda de un muchacho. No quiso revelar que su salvador había sido Burroughs, pues no quería pensar en él. Al llegar, Martin intentó averiguar algo sobre él y su tropa, pero nadie sabía nada. La información que llegaba era escasa y confusa. Desdemona esperaba encontrarse de nuevo con el señor Robertson, pero este probablemente estaba de vuelta en Londres.

Cuando el barco llegó a Marsella, los nervios de Desdemona alcanzaron su punto máximo. Le dolía el estómago, no podía conciliar el sueño, y cuando lo hacía, terribles pesadillas de su familia, Liebermann y Burroughs la despertaban, impidiendo que pudiese volver a dormir. Comenzó a roerse las uñas como un ratón, no tenía hambre y la cabeza la dolía constantemente. En un principio Martin la dejó sola con sus pensamientos, pero al temer que la joven sufriese una crisis nerviosa o se desfalleciese por el hambre, decidió hablar con ella.

– Señorita Russell– la mención de su apellido provocó un respingo en Desdemona. Hasta entonces Martin se había referido a ella simplemente como señorita, pero el oír el nombre de su familia en voz alta, un escalofrío recorrió su espalda– no puede continuar así. Va a desmayarse. Los mareos en los barcos son muy peligrosos. Cantidad de gente se ha caído al mar tras marearse.

– La cantidad de personas que han caído por la borda es más alta de lo que creemos– rememoró Desdemona con melancolía. La imagen de Burroughs, apoyado en la barandilla del barco, mirando las estrellas volvió a su mente, como una suave caricia. Ese hombre, ¿cómo la había encontrado en medio del desierto? Si no hubiese sido por su intervención, Liebermann la habría matado. ¿Y qué había hecho ella? Había huido. Vale que había una revolución de por medio y que estaba tan traumatizada, que no asimiló lo que estaba ocurriendo hasta hora después. Pero todo eso daba igual. Ella se había marchado, dejándole a él. Las amargas lágrimas comenzaron a caer por su rostro. Todo el sufrimiento y nervios que llevaba acumulados salieron en ese instante.

Consciente de que la muchacha necesitaba privacidad, Martin la empujó con delicadeza hacia su camarote. Los pasajeros con los que se cruzaban vieron atónitos como el hombre acompañaba a la joven, que sollozaba con la cabeza gacha. En la soledad de su camarote, Desdemona dejó que todas las emociones que le estaban oprimiendo el pecho saliesen, liberándola de la presión que le impedía actuar como un ser humano en los últimos días. Las lágrimas limpiaron su alma y su pena.

Lloró por su familia, por cómo les había defraudado y traicionado. Por su padre, que confiaba en ella. Por su madre, que aún no había perdido la esperanza en ella. Por sus hermanas, a las que había condenado al ostracismo social. Por William Burroughs y el amor que él sentía hacia ella. Un amor que hasta entonces ella creía que nunca iba a encontrar, por no merecerlo. Lloró por sí misma, por no haber valorado a la gente que le quería, rehuyéndoles y espantándoles de su vida.

Creía que quería estar sola, pero cuando por fin lo estuvo, se dio cuenta de que no quería estarlo. Quería que su madre le diese consejos, aunque no se los hubiese pedido, que su padre dejase que leyese tranquila en su despacho, que sus hermanas le atosigaran con preguntas sobre los bailes a los que había asistido. Quería sentir la mirada de Burroughs sobre su nunca, su sarcasmo, escuchar su risa, quedarse helada cuando sus ojos se fijasen sobre ella mientras notaba como le temblaban las manos ante la cercanía de ese hombre. Quería que Burroughs conociese a su familia, porque sabría que su padre le aceptaría, su madre lloraría de la emoción al pensar que su hija mayor se iba a casar y sus hermanas querrían saber todos los detalles de cómo se enamoraron el uno del otro. Porque Desdemona le amaba, como le confesó en la carta que luego él había recuperado en Constantinopla. Le explicó que su situación no era como él creía, que esperaba poder explicársela algún día y que entonces él pudiese perdonarle sus errores. Confiaba en que el amor que ella sentía por él fuese tan fuerte que, aunque no se volviesen a encontrar nunca más, él lo sintiese por las noches en sus sueños.

Al tragarse el buzón la carta, Desdemona se olvidó de ella, como si lo que había expresado en esas hojas jamás hubiese salido de su corazón. Cuando Burroughs agitó la carta delante de ella en esa maldita cena, quiso desaparecer. Pensó que él se estaba riendo con su gesto de sus palabras, de sus sentimientos. ¡Qué confundida había estado! Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Sus caminos se habían separado, y lo único que le quedaba a ella era la esperanza de que él volviese vivo a Inglaterra.

Esa noche Desdemona no soñó con nada. Ya no le quedaban sueños, y sus pesadillas ya no le asustaban. A Desdemona no le quedaba nada. Estaba vacía por dentro.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora