13.

72 9 0
                                    


A pesar de su estado nervioso, en cuanto su cabeza se posó sobre la almohada, Desdemona se quedó dormida. Se despertó un par de veces, asustada por los ruidos del hotel. Al final, resignada, pensó que pasase lo que pasase esa noche, ella dormiría. Cuando se despertó, ya era de día. Se cambió de ropa, recogió sus cosas y se dirigió al aseo, donde varias personas hacían cola. Tras esperar un rato, logró entrar y asearse. Cuando se vio en el espejo, sonrió. Tenía la cabeza que parecía un nido de cigüeñas. El caballero inglés debió de pensar que estaba chiflada. Bueno, ella pensaba que él era un criminal, así que estaban empatados.

Cuando bajó a recepción, había otro hombre detrás del mostrador. Este, mucho más amable que el que se encontró la noche anterior, le indicó cómo llegar al puerto y dónde podía adquirir un pasaje para Constantinopla. Dos horas más tarde, estaba embarcando en el barco que la llevaría fuera de Europa. Fuera de una sensación de seguridad invisible para ella. El partir de Francia era romper definitivamente con todo. Antes de embarcar, metió la carta dirigida a sus padres en un buzón. Era el único hilo que les unía a ella.

Todavía había gente embarcando. En la cubierta del barco se agolpaba la gente, despidiéndose de los que estaban en el muelle con pañuelos blancos. Los niños correteaban alegres. Se escuchaba el graznido de las gaviotas que volaban sobre ellos. El cielo estaba despejado y el olor a brisa marina mezclada con el humo que salía de las chimeneas. Iba a ser un bonito viaje, con solo el cielo y el mar delante de ellos.

Mientras buscaba su camarote, notó como el barco comenzaba a moverse, saliendo del puerto hasta llegar a las aguas que tenía que navegar. El camarote era más pequeño de lo que había esperado, pero por el precio que había pagado, tampoco podía esperar mucho más. Deshizo su equipaje, memorizando cómo había dejado las cosas, en caso de que alguien entrase, como ya había sucedido en el hotel, a revolver entre ellas. Desde entonces había optado por llevar siempre atado a la cintura el pañuelo con el dinero y las cartas. Si alguien quería robarla, tendrían que matarla antes.

Esta vez había sido más previsora que cuando salió de madrugada del hotel en París donde se alojaba, y había comprado un par alimentos para el viaje. Decidió abrir un paquete de galletas, y comerlo en la cubierta. Había visto que había tumbonas y sillas, así que podría disfrutar de la sensación de libertad sin miedo alguno. Sin pensar en su familia, en el señor Liebermann o en el caballero del hotel. Lo que durase ese viaje en barco, Desdemona iba a ser libre. Se recordó a si misma que si alguien le preguntaba, era una institutriz que iba a encontrarse con su nueva familia.

El sol del Mediterráneo le daba en la cara, mientras, tumbada comía galletas. Cuando se cansó, se quedó dormida, escuchando las risas de los niños que jugaban cerca de ella. De repente, una sombra tapó su cara, despertándola.

– Señorita, debería tener más cuidado si no quiere que esos niños acaben robando su comida. No todos los días se tiene la oportunidad de comer galletas de mantequilla– esa voz de nuevo. Ya la podría reconocer sin necesidad de ver a su dueño. Desdemona se incorporó para encontrarse con su acosador, el hombre del hotel.– Y antes de que me acuse falsamente de nada, tenga, aquí tiene el comprobante de mi billete. Como verá lo compré ayer, recién llegado a Marsella.

La joven comprobó que, efectivamente, la fecha de venta era del día anterior, por lo que no el hombre no la había estado siguiendo. Cuando le devolvió el billete, el caballero hizo además de irse, pero Desdemona le agarró del brazo. No supo que le hizo hacerlo, pero el gesto funcionó, pues el caballero se giró hacia ella. Ambos se quedaron mirando, como esperando la reacción del otro.

– Disculpe, yo no quería acusarle ayer de robo...– empezó a decir Desdemona, siendo interrumpida por el caballero.

– Pero lo hizo. De robo y de acoso. No me olvido de sus palabras.

– Es la primera vez que viajo sola, y tengo los nervios de punta– se excusó ella.– Reconocerá que son muchas las casualidades. La biblioteca, el tren y ahora el barco.

– Se lo reconozco, pero prefiero pensar que es todo una maravillosa serendipia. Las veces que he coincidido con usted, he acabado luego riéndome mucho. Mis amigos quieren saber el motivo de mi recién buen humor, para ver si ellos se pueden contagiar de él.

– ¿Le ha contado a sus amigos que le he acusado de ladrón?– Desdemona no podía creer que un hombre le fuese a sus amigos con esas historias.

– Claro que si. Van a estar una buena temporada riéndose de mi por ello.

– ¿Dónde están ahora sus amigos? Pensaba que viajaba solo.

– Están deshaciendo su equipaje. Tal vez luego les presente. Pero veo que usted si que viaja sin compañía. Si me permite la indiscreción, ¿qué hace una señorita como usted viajando sola?– el caballero se sentó en la hamaca que estaba libre, a su lado.

– Soy institutriz, viajo a reunirme con la nueva familia para la que voy a trabajar– Desdemona respondió de forma mecánica. Entonces procesó sus palabras– ¿A qué se refiere a señorita como yo?

– A una señorita que ha vivido protegida del resto del mundo en una burbuja.

– Soy huérfana de ambos padres, por lo que me crié entre las monjas, que me protegieron y educaron hasta mis dieciocho años. Desde entonces ejerzo como institutriz– Desdemona se sorprendió por lo rápido que las mentiras salían de su boca.

– ¿En serio?– la mirada del hombre se clavó sobre su rostro.– ¿Una pobre huérfana criada por unas monjas?

– Si– respondió la joven mirando a otro lado. Esa mirada le ponía nerviosa.

– Debería pensar mejor en sus mentiras, porque usted no es una huérfana criada por unas monjas. Cualquiera que la observe durante unos minutos se dará cuenta. Diga mejor que su millonario padre acaba de fallecer y se va a reunir con una tía suya. O que está huyendo de un matrimonio acordado. Pero no diga lo de la institutriz, porque es una excusa del todo inverosímil.

– ¿En serio? ¿Y qué le hace pensar que mi identidad es una excusa?

– Todo en usted. Su forma de moverse. Seguro que ha sostenido muchos libros con esa cabecita suya para mantenerse erguida. Sus manos, que no han trabajado nunca. Hasta ayer, que tuvieron que cargar esa maleta. Y, principalmente, su ropa. Nadie que se haya criado con unas monjas llevaría la ropa que lleva usted.

El movimiento del barco, como un suave vaivén, comenzaba a revolver su estómago, lleno de las galletas que acababa de comerse. El calor del sol tampoco ayudaba. Ella no estaba acostumbrada a ese calor pegajoso. Mientras escuchaba al caballero, Desdemona solo podía concentrarse en lo mal que comenzaba a sentirse. Quería volver a su camarote, pero eso implicaba que aquel caballero ganaría esa discusión, aunque sus palabras fuesen ciertas.

– Usted no me conoce para nada, solo ve lo que cree que quiere ver. Mis manos, que según usted no han trabajado nunca, han sujetado durante largas horas los libros que tenía que leerle a la Madre Superiora, pues nadie más quería hacerlo. Mi ropa ha sido proporcionada por la nueva familia con la que voy a trabajar, escandalosamente rica, y que quieren que los empleados que se relacionan directamente con ellos o sus hijos vistan bien. Si esto le supone algún problema a usted, háblelo con ellos, pero no me acuse a mi de mentir, porque es algo muy serio. Ahora, si me disculpa, tengo que irme.

El rostro de Desdemona había perdido todo color. Estaba traslúcida. A pesar del mareo y del malestar, consiguió ponerse de pie y, con la mayor dignidad que pudo, se fue corriendo a buscar algún lugar donde poder vomitar. 

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora