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Cuando se bajó del tren en la estación de Marsella, Desdemona sintió haber pasado cinco años de su vida en el vagón en el que viajaba. Poco después de quedarse dormida, la grave voz del revisor anunciando que iba a comprobar los billetes despertó a todo el vagón. La gente, hasta entonces dormida, comenzó a agitarse y revolverse como hormigas, buscando sus billetes. Algún viajero tuvo que bajar las maletas y rebuscar entre sus pertenencias. Lo único que quedó tras la marcha del revisor fue un vagón lleno de personas nerviosas incapaces de volver a dormir.

Las conversaciones comenzaron y las voces fueron subiendo su volumen según pasaban los minutos, hasta casi ser imposible entender a la persona con la que se charlaba al lado sin tener que hablar en lo que, a juicio de Desdemona, era un tono poco adecuado. Si su madre hubiese presenciado la escena, se habría horrorizado. Toda esa gente gritando sus intimidades a los cuatro vientos. Miró a su alrededor, nadie parecía molesto por el ruido, ni mostraba pudor alguno por tener que gritar para tener que comunicarse.

¿Qué hora sería? Por la luz que entraba a través de la ventana, Desdemona dedujo que casi mediodía. A estas alturas, su madre ya habría descubierto su huída y estaría buscándola desesperada por las calles de París. Tal vez una carta estuviese saliendo en dirección a Londres para avisar a su padre. Podía imaginarse perfectamente a su madre, sentada en el sofá con la carta que le había escrito la noche anterior entre sus manos, derramando lágrimas a borbotones, desconsolada y en pleno ataque de nervios. A Joyce a su lado, tratando de calmarla sin ningún éxito y aguantando sus propias ganas de llorar. A las doncellas poniendo su dormitorio patas arriba en busca de alguna pista. Todo un espectáculo dramático digno de su madre.

Pensar en su familia le revolvía el estómago. Sabía que les estaba rompiendo el corazón en mil pedazos, que jamás la perdonarían, ya no por el escándalo social que supondría y que enviaría a la familia al destierro social. No, la familia de Desdemona no la perdonaría que les hubiese abandonado por un hombre, creyendo que era mejor huir con él que enfrentarse a ellos. Elegirle, supuestamente, a él significaba que lo anteponía sobre todo. Sobre su familia, sus amistades, e incluso, sobre sí misma. Porque la renuncia de Desdemona no implicaba sólo a su familia. Implicaba que ella renunciaba a su vida, a su ropa, a sus aficiones, a todo lo que ella era.

El olor a comida llenó el vagón. Los pasajeros, mucho más previsores que ella, habían llevado comida que estaban disfrutando en esos momentos. Ella solo tenía la naranja que la mujer le había dado tras salir de la estación. No había pensado en la comida. Ni tampoco en cómo adquirir un pasaje en barco para Constantinopla. ¿Sería como ir a la taquilla de la estación de tren? Y una vez en Constantinopla, ¿cómo haría? ¿Hablarían inglés o francés? ¿Tendría que cambiar la moneda? ¿Dónde se hacían esas cosas? El aire comenzó a faltarle. Era una locura. Todo lo que había hecho era una absurda locura. ¿Cómo iba ella, que había estado siempre bajo las faldas de su madre, llegar a Bagdad sin problema alguno? Y luego buscar una ciudad perdida en medio de un desierto. Estaba totalmente enajenada cuando lo pensó. O mejor, cuando no pensó bien en todo lo que implicaba realizar ese viaje. No pensó en su familia, en cómo les afectaría su huída. No pensó en sí misma, en todas las penurias que seguro iba a pasar. Pero, sobre todo, no pensó en que, tal vez el señor Liebermann la buscaba.

El señor Liebermann. Se había olvidado por completo de él. Estaba buscándola, eso seguro. ¿Cómo se habría enterado de su hallazgo? No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Joyce. Tendría que haber otro motivo, pues sería demasiada casualidad que el hombre la estuviese persiguiendo por Babilonia. ¿Qué clase de persona haría eso? Pero, ¿qué clase de persona la miraría como él la miró a través del cristal del vagón? Esa mirada desprendía furia y rabia por no haberla podido pillar a tiempo. ¿Qué habría pasado de haberlo hecho? ¿La habría matado? De hacerlo, nadie jamás sospecharía de él, pues ella en su carta no hacía mención alguna al prusiano. Asustada, bajó su maleta, sacó una hoja y comenzó a escribir otra carta.

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