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Todavía nerviosa, pensó en que ya daba igual. Daba igual que le quisiese, que él le hubiese confesado su amor. El tren a Bagdad partía en breve, y no sabía hacia dónde se había dirigido Burroughs. En una de las comidas había comentado que tanto él como Robertson se quedarían en Constantinopla a hacer negocios, pero no sabía dónde se hospedarían. La dirección que él le había indicado en su carta era Londres, tal vez pensando que para cuando ella llegase a Egipto y le escribiese, él ya estaría de vuelta en la ciudad. ¿Qué podía hacer? ¿Volver a Londres y esperar a que él regresara? Podían pasar meses. No, sería absurdo haber llegado tan lejos para volver por una confesión de amor. Si sus palabras eran ciertas, cuando ella regresase, él la estaría esperando. Rápidamente, escribió unas líneas, metió la hoja en un sobre, y envió la carta a esa dirección. Solo podía confiar en que sus sentimientos hacia ella fuesen reales y no producto de un viaje. Y que el amor que se le había revelado a ella que sentía era amor y no confusión ante su declaración de amor.
Decidió con pesar que era momento de unirse a los Rigaud, de partir a Bagdad, por lo que volvió a la cafetería donde les había dejado. Pagaron la cuenta y se dirigieron a la vía de la cual partía su tren. En el camino se cruzaron con más pasajeros, entre ellos un hombre que también había estado en la cafetería, sentado cerca al matrimonio francés.
Al poco de subir, escuchó como se cerraban las puertas del tren. Vio por una de las ventanas al jefe de estación indicando que el tren podía emprender su marcha, mientras otros empleados se aseguraban de que las puertas estuviesen correctamente cerradas. Algunos mozos con carretillas vacías volvían a la estación. El humo que el tren soltaba impedía que Desdemona viese bien a través de la ventana, pues se había convertido todo en una neblina, como un sueño. Un silbato indicó que el tren arrancaba, movimiento que provocó que la joven cayese encima de uno de los pasajeros, el hombre que había estado en la cafetería. Desdemona, sofocada, pidió perdón y se marchó en busca de su habitación. Había quedado para cenar con el matrimonio Rigaud, por lo que tenía tiempo de sobra para acomodarse.
La cabina en el que ella dormiría era pequeño, pero suficiente para los días que pasaría ahí. Era curioso, unas semanas atrás no se habría conformado con ese espacio, por considerarlo pequeño. No es que se considerase una persona exigente o caprichosa, pero hasta entonces había estado acostumbrada a grandes lujos, por pertenecer a la familia que pertenecía. El dormir en un espacio tan reducido era considerado algo para clases inferiores, no para ella, hija de un Conde.
Tal y como había hecho en Marsella y en el barco, deshizo su equipaje, guardando en un pañuelo esa información tan valiosa, la que le llevaría a su verdadero objetivo, Babilonia. Pensó en Burroughs. ¿Se alegraría su madre si volviese a Londres de la mano de un hombre como él? Seguramente sí, pues, si bien no pertenecía a la nobleza, al haber ella huido de París como lo hizo, la mejor opción era alguien como Burroughs, un hombre de negocios. Por sus modales y forma de vestir podía saber que era una persona acostumbrada a tratar con gente poderosa. No era un mero mercader de pescado. Tal vez trabajase en la Bolsa, fuese eso lo que fuese. Sonrojada, pensó en lo inadecuado que era que una señorita como ella pensase a qué se dedicaba profesionalmente un hombre. A ella eso le tenía que dar igual, siempre y cuando trajese suficiente dinero a final de mes.
Abrió la ventana de la cabina, esperando que el poco aire que entraba la ayudase a calmar su estado nervioso. Lo hecho, hecho estaba. Ella había escrito al señor Burroughs y solo podía dejar que el tiempo pasase. Tenía que asumir que hasta que no volviese a Londres, si es que lo hacía, no volvería a ver al señor Burroughs. Tenía que concentrarse en Babilonia. En cuanto llegase a Bagdad estaría sola, dependería de sí misma en una ciudad en la que la gente no hablaba su idioma. Decir que tenía miedo era quedarse corta. Sentía estar asomándose a un barranco tan profundo que ni veía el fin. Había renunciado a su vida por ello y de momento no estaba segura si había merecido la pena. Si algún día volvía a Londres, ¿podría ver a sus hermanas? ¿A sus padres? ¿Qué habrían contado de ella a sus amistades?
Con la cabeza llena de pensamientos, sacó las hojas que le habían sobrado de Madame Rigaud y comenzó a escribir. Expresó sus miedos, su relación con Burroughs, los sentimientos que albergaba por él. Todo lo que en ese momento sentía, lo dejó reflejado en esas hojas. Cuando acabó, se sintió mejor. Sentía haberse quitado un gran peso de encima. Esa misma noche, durante la cena con el matrimonio francés, Desdemona le pidió más papel a Madame Rigaud. A partir de ahora, iba a escribir todo lo que se le pasase por la cabeza.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora