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Al regresar al hotel por la tarde, se encontró con que alguien le había dejado un mensaje en recepción. El recepcionista que le dio el mensaje no supo decirle quién lo había entregado, pues él no estaba cuando lo habían hecho. Con una sonrisa, Desdemona agradeció al hombre la entrega del mensaje y se dirigió a su habitación.

En el camino se cruzó con un par de hombres que se hospedaban también camino a la sala de fumadores. Vio como en el jardín unas damas tomaban el té. El sonido de la fuente que se hallaba en mitad del jardín le llegaba amortiguado. Tal vez, después de limpiarse el polvo, podía bajar y tomar algo en ese lugar tan parecido al Edén. El día había sido provechoso. Había comprado telas que seguro que a sus hermana y madre les encantaban. También adquirió té y un libro con ilustraciones de la ciudad para su padre. Paseó por la ciudad, perdiéndose entre las callejuelas. Los puestos del mercado transmitían una vida que hasta entonces ella no había conocido. Era una ciudad repleta de color, ruido y emoción. Todo lo contrario a Londres.

Cuando entró en su dormitorio, reflexionó sobre el mensaje que le habían dejado en recepción. Nadie sabía que estaba ahí, ni sus compañeros de viaje, que pensaban que estaría de camino a Egipto con su supuesta nueva familia. Tal vez era Ibrahim, que quería cancelar o retrasar el viaje. Rogó para que sus suposiciones fuesen incorrectas y se tratase de un error. Rasgó el sobre y extrajo una hoja. Al leerla, Desdemona perdió el color de su cara. Escrito con una letra torcida que no reconoció, el mensaje simplemente decía "Sé dónde estás."

¿Quién podía haber escrito eso? ¡Liebermann! Por supuesto que tenía que haber sido él. Pero, ¿cómo había sido capaz de encontrarla tan pronto? ¿Tal era su poder que se extendía como los tentáculos de un pulpo? Recordó a ese hombre, de ademanes educados. En un principio su encuentro se le antojó afortunado, pero ahora comprendía que el haber conocido al arqueólogo era lo peor que le podía haber ocurrido. Estaba en peligro. Ese hombre quería acabar con ella. Y lo peor es que no sabía bien porqué. ¿Tanto le fastidiaba que fuese ella y no él la persona que hallase Babilonia? Que orgullo tan débil.

¿Qué se supone que debía hacer ahora ella? Recoger sus cosas y cambiarse de hotel. O volver directamente a Londres. Era absurdo que a tan pocas horas de conseguir su meta, por culpa de un pedante prusiano fuese a fallar. De todos modos, tal vez no había sido él la persona que había redactado el mensaje. La caligrafía no se correspondía a un hombre educado como Liebermann. Parecía escrita por alguien que no escribía a menudo. Tal vez uno de los secuaces del arqueólogo había redactado el mensaje, pero se negaba a creer que esa caligrafía tan fea fuese de Liebermann. No, sin duda alguna Liebermann no había escrito eso. Tal vez había mandando a alguien que lo hiciese para asustarla, esperando que ella regresase a su hogar. Si ese era su plan, estaba totalmente confundido. Ese prusiano no conocía a Desdemona, que decidió que se quedaba y que al día siguiente hallaría la ciudad de Babilonia. Por algo ella era la hija del Conde de Devon.

Esa noche degustó la cena con mayor placer que en anteriores ocasiones. El jardín estaba tranquilo, con un matrimonio cenando en otra mesa. Al verla entrar, se saludaron con la cabeza, y continuaron con su cena. Todavía no había anochecido, por lo que podía disfrutar del anochecer desde ese lugar. Si la estaban observando, esperando que el mensaje la iba a achantar, estaban equivocados. Cenó con una mueca de satisfacción en su rostro, sabiendo que Liebermann no podía impedir que fuese ella quien al día siguiente hallase Babilonia. Iba a demostrarle a ese codicioso arqueólogo que había hecho mal en infravalorarla.

Antes de regresar a su habitación, recordó en recepción que le tuviesen preparado para el día siguiente lo necesario para su excursión por el desierto. El recepcionista le dijo que sin ningún problema y le preguntó si quería que la llamasen a una hora en concreto, a lo que Desdemona accedió.

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