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La mañana después de la fiesta Desdemona desayunó sola. Al llegar al restaurante, el matrimonio Rigaud estaba saliendo, por lo que quedaron en verse al mediodía y almorzar juntos. No vio ni al señor Robertson ni al señor Burroughs, por fortuna. Suspiró aliviada, no tenía ganas de enzarzarse de nuevo en una batalla dialéctica con ese hombre tan vehemente. Acababa siempre agotada mentalmente por su culpa, pensando en Liebermann, en que el hombre la quería matar y demás fantasías macabras. No, en lo que quedaba de viaje, apenas unas horas, evitaría al señor Burroughs en la medida de lo posible.

Por fortuna, al acompañar al matrimonio Rigaud en tren no se tendría que preocupar de las gestiones del viaje hasta que llegase a Bagdad. Una vez que llegase a la ciudad persa, simplemente buscaría un hotel y que ahí le recomendasen a alguien que la pudiese guiar a través del desierto. No podía creer que estuviese tan cerca de encontrar Babilonia y que los últimos días los hubiese pasado pensando en otras cosas. Iba a disfrutar de la última mañana que le quedaba sola, antes de llegar a Bagdad. Sospechaba que Madame Rigaud no la dejaría a solas con sus pensamientos mucho tiempo.

Esa mañana decidió dar un paseo por el barco. Hasta entonces solo había visto el restaurante, la cubierta y su camarote. Bueno, y la cocina, recordó avergonzada. La gente con la que se cruzó mientras paseaba parecía nerviosa. Sería porque estaban a punto de llegar a Constantinopla. Ella ya tenía todo su equipaje preparado, así que estaba tranquila. Tras un rato vagando por el barco, se dio cuenta de que no había mucho más que ver. Eran todo camarotes y lugares solo para el personal. Resignada, volvió a la cubierta para tumbarse, como había estado haciendo en mañanas anteriores, en una de las tumbonas. Por desgracia, ese día estaban todas ocupadas. Las posibilidades para ocupar la mañana de Desdemona hasta el almuerzo eran mínimas. Podía volver al restaurante y quedarse allí hasta el almuerzo o sentarse en el suelo, como hacían otros pasajeros. Su madre no estaba ahí para recordarle lo que una dama podía o no podía hacer, y en ese barco todos pensaban que era una institutriz, así que, sin pensarlo mucho más, se sentó en el suelo, donde la barandilla, dejando los pies colgando al aire.

Desde ahí la vista era espectacular, pues nada se interponía entre ella y el océano. La brisa marina refrescaba su piel, un poco más bronceada que cuando se fue de París. Su madre pondría el grito en el cielo de verla. Le recordaría las manchas y pecas que el sol podía provocarle. El sol del Mediterráneo era más cálido que en la ciudad parisina, se sentía como un abrazo.

Una pareja se sentó a su lado. Desdemona les miró con disimulo. Parecían contentos, enamorados. Se cogían de las manos y cuchicheaban en sus oídos. La chica no paraba de reír, mientras él la miraba sonriendo. ¿Era eso amor? En esos momento sintió envidia de la muchacha. Ella había encontrado a alguien a quien querer y que la quería. La parlanchina Madame Rigaud había encontrado a alguien capaz de escucharla sin parar. Seguro que hasta el insoportable de Burroughs había encontrado a alguien. No recordaba si en alguno de sus eternos monólogos Madame Rigaud le había sonsacado la información de estar casado. O prometido. De todas formas, ¿a ella qué le importaba? Por ella, como si ese hombre estaba casado y tenía cinco amantes. Una por continente.

Ella en cambio no tenía a nadie. Ni siquiera cuando asistía a bailes en Londres. Los hombres la ignoraban, buscando a muchachas con mejor dote o más guapas. Ella era normal, no destacaba entre la masa de debutantes. No era ni excesivamente guapa, ni fea. Ni alta, ni baja. No vestía mal, pero tampoco atrevida. Tampoco su dote era para que un duque empobrecido se casase con ella. Su madre había insistido en arrastrarla a todo tipo de eventos, con la esperanza de que, tal vez socializando más, Desdemona encontrase un caballero que quisiese casarse con ella. Nada funcionó.

Con el tiempo la muchacha decidió conformarse con lo que la vida le había dado, y se lanzó de lleno a la lectura de libros de Historia. Cuanto más tiempo pasaba leyendo, más pereza le daba acudir a esos eventos. Cuanto más hablaba con los hombres, más insulsos le parecían estos. Antes de irse a París, Desdemona estaba sumergida en un estado de apatía absoluta. Le daba igual todo, pues sabía que su madre encontraría alguien con quien casarla. ¿De qué servía revolverse, cuando sabía desde el inicio que tenía la guerra perdida?

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