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Al entrar de nuevo en la sala, los soldados les recibieron con vítores y silbidos, celebrando el encuentro de la pareja, ajenos a la tensión entre ellos. Desdemona enrojeció, por vergüenza y por lo enfurecida que estaba. Por el contrario, Burroughs soltó una risotada, como si aquello realmente le hiciese gracia.

– Amigos, la señorita Adams nos acompañará esta noche a cenar. Sean educados, estamos en presencia de una dama. Aunque haga tiempo que no han estado delante de una, disimulen. Coman con la boca cerrada, no griten y no suelten burradas que enrojecerían sus madres.

Los soldados se fueron repartiendo los platos con comida. Estaban contentos, algunos cantaban o silbaban. Ante la falta de muebles, la mayoría comía en el suelo, como si aquello fuese normal. Para ellos lo sería, reflexionó la joven. Ella jamás había comido en el suelo, por lo que no sabía cómo sentarse sin perder la compostura y elegancia. Burroughs percibió su duda y le indicó que se sentase a la mesa llena de papeles donde él les había recibido, mientras él desaparecía entre los hombres. Segundos después, un soldado le acercó un plato con comida.

– Disculpe– preguntó tímida al soldado– ¿podría beber algo?

El hombre la miró avergonzado, como si se hubiese dado cuenta de su error. Se fue murmurando disculpas y reverencias como si ella fuese una reina. Segundos después volvió corriendo con un vaso lleno de agua. Desdemona no pudo evitar sonreír. La comida que le habían servido, si bien no tenía buen aspecto, sabía bien. Al menos calmaría el hambre que tenía. Vio como Burroughs volvía con un plato lleno de comida y una botella de vino. Si ese hombre se pensaba que iba a beber con él, ya podía olvidarse, pensó Desdemona. Por el contrario, el caballero se sirvió una copa ignorando la mirada de la muchacha. Como en comidas anteriores, separó todos los ingredientes posibles y comenzó a comer sin mirar siquiera a Desdemona. Observaba a los soldados. Algunos ya habían terminado de comer y estaba jugando a las cartas. Los gritos de alegría ante el triunfo llenaban la sala.

Los dos terminaron de comer en silencio, concentrados en su comida. Burroughs esperaba a que Desdemona le hablase, por lo que continuó mirando a los soldados. La joven, al ver que el hombre no pensaba darle explicaciones, hizo lo mismo. Los dos, sumergidos en sus pensamientos, tan cerca pero tan lejos.

El hombre llamado Faraday se acercó a su mesa con un plato con comida.

– Ese maldito Liebermann es un grano en el culo. Ha exigido una celda mejor. ¡Ja! Pobre infeliz. Le he asegurado que está es la mejor celda que va a visitar en mucho tiempo– comentó sentándose al lado de Desdemona. La muchacha aprovechó para admirar el físico del hombre. Era lo que su hermana Joyce definiría como un bello bruto. Ya antes de recibir la pedrada que le hizo perder el conocimiento pudo apreciar su viril cuerpo, pero ahora al tenerlo tan cerca, pudo además percibir la masculina fragancia que su cuerpo exudaba. Ninguno de los hombres con los que había tratado olía tan varonil.

– Faraday, hay una señorita delante. Modere su lenguaje– le regañó Burroughs. Se había dando cuenta de la mirada de interés de Desdemona hacia su hombre de confianza y eso le había molestado.

– Por mí no se moleste, señor– comentó Desdemona mirando a Faraday coqueta– Ya he vivido y oído cosas peores.

– ¿Cómo por ejemplo?– inquirió el nuevo acompañante mientras engullía la comida, ajeno al juego de miradas entre la muchacha y Burroughs.

– Que siempre me van a llevar en el corazón, como un dulce recuerdo– explicó Desdemona mirando fijamente a Burroughs. Este percibió la rabia e ironía de la joven al repetir las palabras que él le había escrito en la carta. Durante unos segundos, sus miradas se enfrentaron. Solo las risotadas de Faraday les devolvieron a la realidad.

– Comprendo, comprendo. Promesas de amor. ¿Algo que decir, Capitán?

– Me imagino que la señorita Adams estará acostumbrada a las palabras de amor, por lo que se puede permitir el lujo de reírse de ellas, aunque ello suponga reírse de la persona que se las dijo. El desdén femenino puede ser tan cruel.

– Usted no sabe a lo que yo estoy acostumbrada. Deje de dar por sentado cosas que son producto de su imaginación.

– Lo mismo podría decirle yo a usted, señorita. Me gustaría saber que fantasía ha creado en su mente para estar tan colérica esta noche– el gesto de Faraday, soplando aire por la boca le hizo comprender a Burroughs que se había equivocado.

– ¿Fantasías? Yo no me he creado ninguna. Me remito a las pruebas.

– ¿Y cuáles son estas?– cuestionó el caballero.

– Déjeme repasar. Un arqueólogo loco me persigue en pos de encontrar una ciudad perdida. En el viaje conozco a cierto caballero que después de solo tres días me declara su amor incondicional y del cual me tengo que despedir pensando que nunca más le voy a ver. Y resulta que, semanas después, en medio de unas ruinas olvidadas, me encuentro con el arqueólogo loco y el caballero. ¿Casualidad? No lo creo. Las casualidades no existen.

– ¿De veras te declaraste después de tres días?– preguntó mordaz Faraday a Burroughs.

– Ese no es el tema– respondió Burroughs.

– Sí que lo es– afirmó Desdemona– ¿Por qué lo hizo? ¿Pensaba que iba a caer a sus pies y revelarle a dónde iba? Le habría puesto las cosas muy fácil, ¿no? Me conoce muy mal, señor...– Burroughs sacó de su chaqueta una carta. Horrorizada, Desdemona comprendió que esa era la carta que le escribió en Constantinopla, antes de partir a Bagdad– ¿Cómo ha conseguido eso? La envié por correo, no tenía que llegarle hasta dentro de muchos meses. Si es que no se perdía por el camino.

– Llevo vigilándola desde París, Adams. ¿O debería decir Russell?– Desdemona se estremeció al confirmar sus sospechas. Ese hombre la estaba siguiendo desde hace tiempo– En cuanto usted echó la carta al buzón, uno de mis agentes la rescató. Tengo que decirle que sus dulces palabras reconfortaron mi corazón tras su marcha.

– Déjese de ironías. Se está burlando de un momento en el que estaba confundida por su supuesto afecto.

– Ha empezado usted. Yo simplemente le sigo el juego. Si no está preparada para jugar, no comience la partida.

Desdemona estaba al borde de las lágrimas. Ese hombre estaba disfrutando humillándola y encima con público. A pesar de ser un gesto por el cual su madre se horrorizaría y la estaría reprendiendo hasta el día de su muerte, Desdemona arrastró su silla con furia hacia atrás y se puso de pie.

– ¿Puede acompañarme a mi dormitorio, Faraday? Estoy ya cansada.

Burroughs asintió al hombre, que esperaba su permiso para llevar a la muchacha a su habitación. Mientras observaba como Desdemona desaparecía de la habitación siguiendo a Faraday, Burroughs se lamentó del giro de la conversación. ¿Cómo había podido salir todo tan mal? Pensaba que ella se iba alegrar al verle ahí, pero ella no hacía mas que malinterpretar sus palabras, dándoles vueltas hasta que perdían el significado que él quería darles. ¿Cómo podía ser tan complicado que Desdemona Russell entendiese que él la quería?

En silencio Faraday y Desdemona se dirigieron al dormitorio a través de un laberinto de pasillos. ¿Cómo podía ese hombre orientarse?

– Es un buen hombre. Sé que no me corresponde meterme en sus peleas de pareja– Desdemona no pudo evitar poner los ojos en blanco– , pero escúchele. Cuando se ha enterado del golpe que ha recibido, casi corta la mano al que le lanzó la piedra. Tres hombres tuvieron que sujetarle para que no cortase la mano de ese pobre diablo como si fuese un filete. Un hombre que se estuviese riendo de usted no se mostraría tan rabioso.

Desdemona se quedó en el dormitorio. Le habría gustado poder cerrar la puerta para tener más intimidad, pero lo único que había en ese espacio era el colchón de paja sobre el que se había despertado horas antes. Tumbada sobre el, lloró.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora