23.

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El frío aire que corría la despertó en mitad de la noche. Cuando se acostó horas antes, no tuvo en cuenta las palabras de Fahad acerca de los cambios extremos de temperatura, por lo que decidió dormir con las ventanas de su habitación abiertas. Tenía el cuerpo frío, por lo que se levantó en busca de algo con lo que taparse. Una ráfaga de viento movió las cortinas, por lo que Desdemona se acercó a una de las ventanas que daban a uno de los balcones. Era de noche todavía, iluminando la luna el jardín. La dulce fragancia del jardín inundaba la habitación. El único sonido que interrumpía la calma de la noche era el canto de los grillos. Todos sus sentidos la estaban transportando a un lugar muy lejano, como si todavía siguiese dentro de un sueño. Ahí en ese balcón de pie, con el viento ondeando su cabello suelto, descalza y un camisón de algodón, Desdemona oyó la llamada lejana William. Porque para ella ya no era Burroughs, sino William. Estaba llamándola, como un canto de sirena, atrayéndola a la profundidad de lo desconocido. Desdemona se rindió sin luchar, sucumbiendo a la voz de William.

Se imaginó que las caricias del viento en su cuerpo eran sus manos, aunque nunca hubiese sentido su tacto más allá de la vez que bailaron. Recordó como sus dedos se entrelazaban en un juego, como si su mano le perteneciese a él y a ella la suya. Su corazón palpitaba cada vez más fuerte y Desdemona se sentía al borde del desmayo. Su cuerpo, momentos antes frío, ahora ardía sólo con el recuerdo de William. Un suspiro salió de su boca, confundiéndose con la brisa nocturna.

Pasarían meses antes de que volviese a verle, si es que volvía a hacerlo, por lo que se tendría que conformar con su recuerdo. Extrajo la carta que le había escrito y se la pegó al corazón. Con los ojos cerrados, rogó para que él le llegase su llamada de amor, tal y como le había sucedido a ella esa noche.

William, William, William. Estoy aquí. Deja que el viento te lleve mi amor esta noche. Que te abrace y te proteja. William. Mi querido William. ¿Me escuchas? ¿Dónde estás? Te echo tanto de menos. ¿Estábamos destinados a conocernos? Creo que sí, que lo estábamos. Hay una fuerza más poderosa que mil hombres juntos que me atrae a tí, que nos acerca a pesar de la distancia. William.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, Desdemona seguía abrazada a la carta. El pelo desordenado sobre la almohada y los ojos hinchados de llorar. La melancolía del amor, pensó la joven, solo asalta de noche. Avergonzada de sus sentimientos, decidió desecharlos e iniciar su día como si nada hubiese sucedido. La Desdemona de la noche anterior no era ella. Una señorita educada como ella jamás se daría a tales sentimentalismos. No la habían educado así.

Tras desayunar en el jardín del hotel, Desdemona se arregló y bajó a recepción, donde un muchacho enviado por Fahad la estaba esperando. Por fortuna, el joven, llamado Ibrahim, hablaba francés.

– Buenos días señorita– el chico la saludó con un movimiento de cabeza, como si no supiese muy bien que hacer ante ella– Fahad me dijo que usted quería explorar las dunas del desierto.

– Sí, así es. Pero quiero ir a un lugar en concreto. ¿Sabrías guiarme?– Desdemona observó al muchacho. No tenía pinta de abandonarla en medio del desierto. Tendría que confiar en él.

– ¿Tiene algún mapa?– Desdemona le explicó que tenía unas indicaciones sobre como llegar. Esperaba que eso bastase. Ibrahim le pidió que se las mostrase, pero al no saber leer, Desdemona tuvo que traducirlas de su inglés al francés y leérselas al guía. Este se quedó unos minutos en silencio, reflexionando acerca de lo que Desdemona le acaba de leer. Le pidió que repitiese algunas frases y volvió a quedarse callado. Su rostro reflejaba las cábalas que estaba realizando, como si pudiese ver el camino en su cabeza. Por fin, el chico respondió– Sí, creo que podría guiarla. Tendremos que partir de madrugada, antes de que amanezca, para que nos pille el sol en lo más alto.

– ¿Cuando podríamos partir?

– Si le parece bien, mañana mismo. Puedo estar aquí a las cinco de la mañana.

– ¡Estupendo!– la muchacha estaba entusiasmada. Estaba a unas horas de lograr aquello por lo que había dejado su acomodada vida atrás.

– Si me permite la recomendación, mañana protéjase la cabeza, lleve agua. Iremos en camello, así que lleve ropa cómoda– esto último lo dijo mirando la ropa que Desdemona vestía esa mañana. A pesar de no llevar ese día todas las capas de ropa que estaba acostumbrada, se podía apreciar que su vestuario no era el más adecuado para pasar un día entero a lomos de un camello bajo el sol abrasador del desierto.

Tras despedirse de Ibrahim, Desdemona se dirigió a recepción para pedir que mañana le preparasen lo que ellos considerasen más adecuado para su aventura en el desierto. El recepcionista la miró de hito en hito, como intentando asumir que una señorita británica que viajaba sola al día siguiente fuese a explorar una zona tan árida como esa, pero sus modales hicieron que se recompusiese y le asegurase que le prepararían alimento y bebida.

Ese día Desdemona paseó sola por la ciudad. Compró algunas telas, pensando en su madre y hermanas. No había meditado mucho acerca de qué hacer una vez que encontrase Babilonia. ¿A quién tenía que avisar? ¿Quiénes eran los responsables en aquel país de los hallazgos arqueológicos? Admitía que no sabía mucho de Persia, pero aquello no la había impedido atravesar un continente. A pesar de lo que Madame Rigaud le había asegurado, la ciudad estaba en calma. Nadie diría que era un hervidero a punto de estallar. Exagerados, pensó acordándose de sus compañeros de viaje. Como un relámpago en una tormenta, el recuerdo de Burroughs volvió a su cabeza. Lo que había sentido la noche anterior era absurdo. Y llamarle William, que falta de decoro por su parte. Aunque fuese decoro mental. Se obligó a si misma a sacar al hombre de su mente y centrarse en su excursión del día siguiente.

Lo único que tenía claro, pensó mientras deambulaba por la ciudad, es que iba a volver a Londres. No sabía lo que se iba a encontrar una vez que volviese. Probablemente sus padres la rechazarían. A lo mejor incluso ya habían fingido su muerte. Una lágrima rodó por su rostro. ¿Serían sus padres capaces de matarla con tal de no caer en desgracia social? Agitó la cabeza como cuando quería librarse de los pensamientos. No, no podía pensar ahora en eso. Sentada en una cafetería mirando el Tigris, Desdemona degustó el sabor del té y se concentró en el presente. Si no podía controlar aquello que estaba sucediendo a miles de millas de distancia, ¿para qué pensar en ello?

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora