Narel empieza a cargar el coche. Sam y yo esperamos sentadas en el suelo frente al porche de la casa del faro. Ella, en mi regazo, abrazándome sin soltarme. Como si no quisiera mirar. De hecho, no queremos. No queremos mirar cómo Narel guarda las últimas cosas. Ya es hora de ir rumbo al aeropuerto. Si fuera una película, sonaría alguna balada que hiciera llorar y todo sería más dramático. Pero intentamos guardar la compostura. Los tres, la pequeña incluida. Nos montamos en el coche y suspiro. Tratando de retener todo lo que diría y haría ahora mismo. Todas las ganas de irme con ellos, de decirle que aquí ya no me ata nada ni nadie. Que les quiero tanto que quiero pasar mis últimos días a su lado. Pero me callo, me callo como llevo haciendo todos estos días. Me vuelvo hacia el asiento trasero para ver cómo está Sam.
Mira por la ventanilla y saca la mano como queriendo atrapar el aire. Apoyo mi mano en la pierna de Narel, que conduce sin distraerse, con la mirada fija. Me la coge, entrelazamos nuestros dedos y acerca mi mano a sus labios. Me da un suave beso y me susurra un «Te quiero» al que respondo con otro «Te quiero». El trayecto se hace corto. Llegamos al acceso del aeropuerto y Narel para en seco el coche. —Narel, sigue, por favor —le suplico antes de que haga ninguna tontería. Tras diez segundos en silencio, arranca y sigue hasta el aparcamiento. Me doy cuenta de cómo aprieta los labios para contener la emoción del momento y y echamos a andar hacia la terminal. Me da las llaves del cuatro por cuatro para que pueda volver y lo aparque en el muelle, como hemos quedado, para que lo recoja su jefe. Saco la carta del bolso y se la tiendo mientras hacemos cola para facturar las maletas. Abrazados. No me suelta, hundo mi cabeza en su pecho y respiro. Respiro para no ahogarme.
No puedo hablar. Lo amo. Los amo. Echaré tanto de menos su olor, sus manos, su voz, su risa... El modo en que me hace sentir a salvo. Narel factura las maletas y ya con las manos libres nos dirigimos a la fila de embarque. Ahora sí. Es el final. Vuelven a temblarme las piernas por los nervios. Sam está callada, sé que echa de menos abrazar a su ballenita. La cojo en brazos por última vez y le doy un abrazo enorme. —Te quiero, princesa. Te querré siempre, ¿vale? No lo olvides. Sam empieza a llorar con tanto sentimiento que parece una chica mayor a la que acaban de romper el corazón en mil pedazos. La abrazo con más fuerza y sus piernas se enroscan con más fuerza a mi cintura. —Chica triste... —me dice entre sollozos—. Te quiero mucho. Eres mi mami... Un dardo en el corazón.
Directo. Con veneno. Doloroso. Ella. Narel nos abraza y me besa. Sam baja de mis brazos y Narel me besa con tanta pasión que siento que voy a desmayarme. Ya les toca embarcar, pero no podemos parar de besarnos. Una pareja de japoneses nos adelantan y se cuelan al ver que no avanzamos. Me mira con tanta intensidad que siento que el azul de sus ojos me va a atravesar. —Siempre, siempre serás la única. —Me besa de nuevo—. Por favor, ven a vernos. Tómate el tiempo que necesites. Pero ven. —Nunca os olvidaré —digo ahora sí entre lágrimas. —Te querré toda la vida y cada día esperaré que aparezcas. —Narel... —le suplico para que deje de decir eso.
—Sí... —asiente y me vuelve a besar. —Disculpe, ¿van a pasar? —nos pregunta una amable anciana. —Sí, pero pase pase —le contesta Narel. Coge a Sam en brazos y me dan un abrazo los dos. Me muerdo la lengua para parar de llorar. —Cuidaos mucho. Os quiero muchísimo. —Es lo único que logro pronunciar. Narel se separa de mi cuerpo. Me sonríe con tanta tristeza que siento que el océano de su mirada se va a derramar en cualquier momento e inundará el lugar. Pero se da la vuelta y da un paso al frente. Cruza la línea de seguridad y Sam me dice adiós con la mano, en brazos de su padre. Son tan especiales..., contengo la respiración un poco más y sacudo la mano con energía diciendo adiós mientras noto cómo me falta el aire. Y lloro todas las lágrimas que llevo semanas reteniendo.
—¡Te quiero, Chica triste! —grita Sam a lo lejos sacudiendo aún su manita, alegre en parte por volver a su casa y porque cree que pronto nos veremos. —¡Yo más! —les grito enviándoles un beso en el aire y me doy la vuelta. No puedo soportarlo más. Camino hacia la salida y lloro a la vez. Lloro como nunca, me falta el aire, veo borroso, me mareo. Todo se tambalea por un momento. Un amable señor me pregunta si necesito ayuda.
Le doy las gracias, pero sigo andando. Llego al coche con dificultad y, después de entrar y cerrar la puerta, lloro tan fuerte que los sollozos parece que me van a dejar sin voz. Golpeo el volante con rabia. Por cobarde. Por imbécil. Por desafortunada. Desgraciada. Por todo. Porque acabo de echar de mi vida lo único que le da sentido. Tras diez minutos logro volver a respirar. Me seco las lágrimas y arranco el coche. Me dirijo a casa, necesito dormir.
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Una mirada al océano
Teen FictionAurora es una artista libre e impulsiva que vive rodeada de velas en un precioso estudio frente a la playa de un pequeño pueblo al sur de California. Adora las piedras naturales, los gatos y andar descalza contemplando el cielo nocturno. Pero todo d...