Epilogo

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Dibujo círculos con mis pies en la arena. Está oscureciendo. Los últimos rayos del atardecer se mezclan con mi cabello, enredado y lleno de sal. La playa paradisíaca y desierta ante mis ojos y mi lienzo en blanco. Recuerdo aquel día en Capitola mientras dibujaba lo que el mar me hacía sentir y cómo apareció Sam y me salvó la vida. Suspiro al recordarlo. Miro al horizonte y me siento plena. Hoy no voy a dibujar, hoy prefiero solo contemplar el horizonte. Contemplar la vida. Me vuelvo y veo la luz de la cocina de mi nuevo hogar encendida. Veo las siluetas de Narel y Sam preparando la cena. La brisa cálida de Australia me hace bien. Y sigo sin síntomas. Ya han pasado seis meses y ya va siendo hora de escribir a John y a Cloe. Pronto lo haré. Aunque aún no sé cuándo. Siento estar en un sueño. 

En un sueño que nunca me atreví a imaginar. Empiezo a estar preparada. Y hambrienta. Me levanto y camino hacia nuestra casita en el paraíso y vuelve a asombrarme que la felicidad verdadera sea tan simple. Siempre la busqué en las emociones fuertes, pero he descubierto que no, que la felicidad está en las pequeñas cosas, en las más cotidianas, en rodearte de las personas adecuadas. Nunca he sido tan feliz como cuando me he dedicado a vivir todos los días plenamente. Como si fueran el último. Como si no hubiera mañana. 

Puede ser hoy o dentro de cincuenta años. Ya no importa. Algún día lo será. Y nadie sabe cuándo llegará su momento. He comprendido que no soy tan diferente al resto. Ya me he olvidado de la la orilla de la playa. Me siento y recuerdo a mamá y sus palabras: «La vida es un regalo diario. Valóralo. Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años». Gracias, mamá.

Una mirada al océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora