Las diez y cuarto de la mañana. Es jueves. Y yo sin ganas de salir de la cama. Enciendo el móvil y veo dos wasaps de Narel, el de respuesta anoche y otro de hace un par de horas: Narel: Descansa, nosotros te queremos más. Narel: Buenos días, preciosa. ¿Nos vemos mejor para cenar? Tengo reunión con mi jefe al mediodía y no sé cuánto se alargará. Tenemos que ir hasta la ciudad. Me llevo a Sam. Ya te echo de menos.
Con ganas de que llegue la cena, me visto rápido con una camiseta básica de color gris tan grande que me sirve de vestido, me calzo unas sandalias de playa y voy al estudio. Me siento inspirada y tiendo varios lienzos por el suelo. Los más grandes que tengo. Deben medir por lo menos tres metros de ancho por dos de alto todos. Cojo los pinceles, dejo sonar la canción de The Safety Dance del grupo Sleeping At Last y me dejo llevar por la música, una vez más. Cojo las pinturas y empiezo a dar brochazos, sin sentido, al menos aparente, aunque para mí tienen todo el significado del mundo. Es todo lo que siento. Empiezo a llenar de violetas, verdes y azules el lienzo, una enorme y voraz aurora boreal bajo mis pies, me mancho entera porque utilizo mis pies para dibujar formas, me ayudo con las manos y acabo con las rodillas llenas de recreándome en la pintura. Este método de expresión que tanto me ha dado durante toda mi vida. Que tanto me ha ayudado. Siempre he pensado que si la gente tuviera más pasiones, más hobbies, el mundo iría mejor. La gente sería más feliz. Al menos, para mí es así. Contemplo el resultado y me emociono al recordar aquella noche en Canadá en la cabaña del bosque. La vida es bonita si nos centramos en los buenos momentos.
Y me siento orgullosa de haber elegido vivir estos últimos meses en vez de hundirme, encerrarme y marchitarme. Sigo contemplando la preciosa aurora que he dibujado y decido ponerle de título «Mamá». Me la imagino colgando en algún gran hotel importante o en casa de algún rico de la élite de Nueva York y pienso en cómo nuestras vidas pueden entrelazarse con las de otros. Con desconocidos, sin tener ni idea de ello. Como cuando llamas por error a un teléfono equivocado. Yo soy de las que pienso: ¿Y quién será esa persona? ¿Dónde vivirá? ¿Será feliz? ¿Qué hace con su vida, tiene hijos, está enamorado...? Me gusta imaginarme sus vidas mientras me disculpo por haber marcado el número mal. Siempre he pensado que una llamada de este tipo a alguien que está a punto de suicidarse le puede salvar la vida. Sí, sé que soy macabra a veces. Pero me gusta pensar que tenemos el don de cambiar vidas. Que nuestro paso por este mundo no es casual, que todos tenemos una misión, un sentido. Creo en la causalidad, no en la casualidad. Todo tiene una causa, un porqué. Salgo a por algo de comer al muelle, sin cambiarme, llena de pintura como buena artista, y al regresar me quedo un buen rato escuchando a Birdy mientras contemplo mi obra.
Mi estudio abarrotado de lienzos, unos encima de otros, lámparas de sal, velas, plumas de aves salvajes y libros de arte por todos lados. Mi segundo hogar, mi refugio, el rinconcito por el que decidí quedarme aquí cuando Mark se fue. Ahora me doy cuenta de la importancia que tiene para mí este pequeño lugar y lo poco que había reparado en ello todos estos años. Se está haciendo tarde, así que recojo y me voy a casa para darme una ducha e ir a ver a mis dos personas preferidas. Sé que hoy toca hablar de su partida. Pues sería ilógico que lo alargáramos más. Así que empiezo a mentalizarme. Veo al viejito de Yogui tumbado junto a los tulipanes de Esmeralda, me agacho a saludarlo con un achuchón y entro en casa dejando la gatera abierta. Me meto en la ducha con ropa y todo para quitarle la pintura antes de echarla a la lavadora y dejo que el chorro tibio me empape. Mis pies se inundan de agua de color violeta por la mezcla de colores de la pintura, y la ropa se me pega a la piel. Me siento renovada y lista para ir al faro. Se ha hecho tarde para comer, así que cojo un par de manzanas y unos panecillos y salgo para allá en mi coche. Que por cierto, ya tiene nuevo dueño que en una semana viene a por él. Lo he casi regalado, pero es que está el pobre hecho polvo. Le mando un wasap a Narel para avisarle de que voy, aunque no me había citado hasta la cena.
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Una mirada al océano
JugendliteraturAurora es una artista libre e impulsiva que vive rodeada de velas en un precioso estudio frente a la playa de un pequeño pueblo al sur de California. Adora las piedras naturales, los gatos y andar descalza contemplando el cielo nocturno. Pero todo d...