Capítulo 40

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Capítulo 40

LUCAS

Una vez más me encontraba sentado delante del piano, el cual, si no fuese por la señora Williams, una capa de polvo se juntaría en la superficie de la madera oscura. Pasé los dedos por ella, sin poder levantar la tapa que escondía las teclas. El ladrido de Polly me desató de mis pensamientos. La miré. Se acercó a mí, moviendo la cola de un lado para otro.

―¿Qué quieres Polly?

Otro ladrido más. Cerré los ojos con fuerza y abrí la tapa, dejando al descubierto mi pesadilla. Volví a pasar un dedo, esta vez con mayor delicadeza, con miedo de que por equivocación presionara sin querer alguna de las teclas.

Quería echarme a reír. "Equivocación". Como si fuese un maldito accidente.

Si Polly no hubiese ladrado en aquel instante, en aquel momento en que mis dedos descansaban con suavidad sobre las teclas, y si yo no me hubiese quedado tan perdido en mis pensamientos, tal vez nunca, y repito, nunca, hubiese vuelto a tocar otra vez.

Me puse de pie al instante, claro. Sorprendido con el leve sonido que salió del instrumento, observé la madera. Tragué saliva. La imagen de Gabriel apareció en mi mente al instante. Y un leve recuerdo de él, el cual no sabía que aún existía en mi cabeza, brotó hacia el exterior.

―Vamos, Lucas, toca ―La voz de mi amigo retumbaba en la sala en un día caluroso de verano. Habíamos decidido entrar en la casa luego de haber estado jugando en el patio, ambos respirando entrecortadamente y con vasos de jugo de naranja en camino a nuestras bocas.

¿Cuántos años teníamos? ¿Nueve? Quién sabe.

―Mmm, no lo sé. Empecé hace poco ―decía yo en aquel entonces, tímido ante la mirada de mi mejor amigo y su impaciencia.

―¡Pero nunca te he escuchado! Mi madre dice que de seguro serás un gran pianista ―replicó, un tanto enojado.

Quería saber si estaba enojado conmigo, o con él mismo. Quería saber si la envidia habitaba su alma. Quería tanto saber qué pasaba por su cabeza en aquellos momentos.

Mi yo de nueve años se encogió de hombros y se sentó en la butaca. Mis pies apenas tocaban el suelo. Dejé ver las teclas, todavía inseguro. Volví a echarle un vistazo a Gabriel, que ahora se encontraba sentado a mi lado, observando todo con gran curiosidad. Me empujó levemente para que tocara. Y así lo hice. Y así estuvimos toda la tarde. Gabriel tarareando y moviendo sus manos, como si me estuviese conduciendo a mí y a una gran orquesta. Y así lo parecía. Decíamos que teníamos una gran multitud, un tremendo público observándonos y tirándonos rosas. Y luego, los aplausos.

Qué imaginación, pensé.

Volví a tomar asiento y observé que Polly se había quedado callada al fin, mirándome desde su sitio en el suelo. Apoyé las manos sobre el teclado.

Y presioné.

Un estremecimiento me corrió todo el cuerpo, desde mis dedos y luego extendiéndose por todas mis extremidades. Sentía como si un remolino de emociones pasadas caminase por toda mi consistencia. Apreté los labios e intenté respirar con normalidad. Y empecé a tocar.

Una sonrisa se expandió por mi rostro. Podía notarlo en mis mejillas, en aquel nudo deshaciéndose en mi pecho, en la flexión de mis dedos mientras se movían de un lado para otro, hacia adelante y arriba, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

Era como si estuviese tocando las teclas de mi propio ser. Quería largarme a llorar ahí mismo.

Pero la persona que lloró aquella tarde no fui yo, si no mi madre, en el umbral. Su mano tapaba su boca y podía ver dos lágrimas, sencillas, solitarias, caer por cada lado de su rostro. 

Lucas y Ana ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora