Capítulo 43

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Capítulo 43

LUCAS

El domingo a la tarde decidí escapar de mi casa. Aquel libro de autoayuda me estaba consumiendo la cabeza y cada vez le encontraba más sentido. No podía evitar comparar los conceptos con mi propia vida. Hablaba mucho sobre la infancia, los eventos pasados, y cómo aquellos de alguna forma u otra influenciaban en nuestro presente y cómo podría llegar a terminar en el futuro. Con miedo, cerré el libro y tomé las llaves del auto.

Mi madre había intentado aquella mañana hablar conmigo, pero la ignoré. Como siempre. Aunque una leve presión se instalaba en mi pecho cada vez que lo hacía, cada vez que le decía que deje el tema, cada vez que le daba la espalda.

En el libro decía que tenía que hacer exactamente lo contrario: que tenía que "comunicarme" con personas que confiaba. Pero lo último que deseaba en aquel momento era poner otra carga sobre los hombros de mi madre. Pensé que ya bastante tenía con mi presencia y la forma en que me parecía a mi padre. No podía culparla si es que me despreciaba o algo parecido. Si es que al verme, en realidad miraba a mi padre de joven, cuando se habían conocido.

Apreté la mandíbula y encendí el motor.

Habían veces en las que deseaba que nunca se hubiesen conocido. Que nunca se hubiesen casado. Que nunca me hubiesen tenido. Sabía que era algo retorcido de pensar, pero uno no puede evitar lo que pasa por su cabeza, ¿no? ¿Acaso era mi inconsciente aquel que deseaba todo esto?

Sacudí la cabeza, intentando olvidarme de todo aquello de lo que hablaba aquel estúpido libro.

Aunque tenía razón. Y Ana había tenido razón en aquel momento cuando me había insultado. Y Gabriel había estado en lo correcto al dejarme hace unos años. Y de seguro mi padre se había querido deshacer de mí también. Tal vez mi madre ahora quería imitarlo.

Paré el auto lo más rápido posible, a un costado de un parque que jamás había visto en mi vida. Había conducido hacia una zona que nunca había concurrido antes. Era un barrio simple, con un par de ancianos sentados afuera, tomando el té, con gatos en sus pies. Un grupo de niños de no más de nueve años se encontraban jugando con una pelota en el medio de la calle. Noté que las casas eran bastante parecidas entre sí; cómo si fuesen un patrón. Blancas, cuadradas, algunas hasta tenían dos plantas. Pero dentro de todo, era un barrio humilde, silencioso a pesar de los gritos de los niños.

Apoyé la cabeza en el asiento y continué mirando cómo jugaban, sin realmente pensar en nada. Me sentía extrañamente en paz allí. No había malicia en los rostros de aquellos ancianos. Y lo único que salían de los ojos de los niños era pura felicidad y emoción.

El clima era muy bueno también. El verano estaba cada vez más cerca y lo podías ver en los cortos pantalones de los niños, en las camisas de manga corta de los ancianos, en los vasos de limonada que una señora estaba llevando hacia un grupo de niñas sentadas en la vereda, mientras miraban a los otros jugar, animándolos.

La señora entonces volvió a su casa y cuando cerró la puerta, un chico salió de ella.

Me senté con la espalda recta y abrí los ojos con asombro.

No, no puede ser.

Cabello oscuro, piel levemente bronceada, hombros anchos. Caminaba a grandes pasos hasta los niños, con una sonrisa en el rostro. La misma sonrisa de siempre.

Tiene que ser un sueño.

Saludó a los niños con unas palmadas en los hombros y les dijo algo. Luego siguió caminando, hacia mi dirección. Me incliné en mi asiento para que no viese mi rostro. Los vidrios eran polarizados, pero no importaba. No podía verlo de tan cerca. No tan rápido.

Mi corazón latía rápidamente.

Cuando pasó justo al lado del auto, observé que había ganado altura, aunque Gabriel siempre había sido más alto que yo.

ANA

Tengo que hacerlo, pensé por enésima vez. Tenía la carpeta debajo del brazo, aunque era bastante grande y tenía que posicionar una mano debajo de ella para que no se cayese.

Vamos, Ana, sólo hazlo.

Respiré hondo.

Observé el reloj en mi teléfono. Aún tenía tiempo antes de que el negocio cerrara. Y además, también tenía el lunes para entregarlo. Pero tenía que trabajar aquel día y no iba a llegar a tiempo.

Estaba de pie frente al correo. Abría sólo un par de horas a la tarde los domingos, así que aquella era mi última oportunidad.

Tomé aire una vez más.

Y di unos pasos. Abrí la puerta, lo cual provocó que unas pequeñas campanas sonaran por encima de mi cabeza, señalando que un nuevo cliente había entrado.

―¿En qué puedo ayudarla? ―preguntó el tipo detrás del mostrador. Al ver que no respondía, ladeó la cabeza y volvió a preguntar. Me mordí el labio con fuerza y me obligué a hablar. Le tendí la carpeta. Le dije la dirección. Le di el dinero. Me entregó el cambio. Me retiré.

Mi corazón iba a mil por hora.

Lo hice.

Lo entregué.

Estoy tomando la oportunidad. 

Lucas y Ana ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora