cap 1

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―¡¿QUEEEEEÉ?!, ¿Estás loca?

―Por favor.

Ni de coña. Por mucha cara de pobrecita niña abandonada iba yo a hacer lo que Hotaru me pedía. Sí, vale, venía siendo mi mejor amiga desde hacía 6 años, vivíamos juntas y compartíamos la leche corporal de después de la ducha y el alquiler, pero hasta ahí. Yo no iba a hacer esa locura que me pedía.

―¿Tú te has escuchado?, ¡me estás pidiendo que te preste a mi novio!

―Lo sé, suena raro, pero lo necesito. Porfi, porfi, porfi.

Cuando Hotaru se ponía a suplicar era una auténtica bola de chicle en el pelo. Se pegaba a ti y no había manera de quitártela. Solo las medidas drásticas funcionaban con ambas, y en el caso de Hotaru era doblegarse a lo que pedía, aunque la idea me diera ganas de salir huyendo. Lo único que podía hacer era negociar y buscar alternativas.

A veces funcionaba, otras, no.

―¿Por qué KIba?, conoces a cientos de chicos que estarían encantados de ser tu novio. ¿Qué pasó con ese tan mono de la semana pasada? Este... Phil, eso, Phil. ¿Por qué no él?

―Pues... porque ya se lo dije a mi mami.

Su mami. No entiendo cómo una mujer de 24 años aún sigue llamando a su madre así, pero en fin, cada uno manifiesta su lado infantil de la forma que quiere. Y Hotaru estaba sacando todo su armamento, de cuando tenía 10 años, para conseguir lo que quería. Estaba sentada en nuestro sofá, con las piernas metidas debajo de su cuerpo, y aferraba con fuerza uno de los cojines con forma de corazón que alguno de sus ex le había regalado. Tenía los ojos abiertos en demasía, la cabeza ladeada, el labio inferior mordido y esa expresión de niñita desatendida que conseguía que los corazones más duros se reblandeciesen. Y yo no era inmune a esos ojazos verdes que me rogaban. Solté un suspiro y me senté frente a ella. Como siempre, me tocaba ser la que le sacara del lío en el que se había metido ella solita.

―¿Qué le dijiste a tu madre? ―Hotaru volvió a mostrar aquella sonrisa de un millón de dólares con la que los chicos caían a sus pies tantas veces, que ya ni las contaba.

―Oh, sabes que mami se preocupa mucho por mí. Y que quiere que siente la cabeza y eso.

―Sí, lo sé.

Estaba cansada de escucharle hablar con su mamá cada domingo por la mañana. Se tiraban casi dos horas de charla. Que qué tal con los estudios, que qué tal el trabajo, que si había encontrado a algún buen muchacho... Dejé de prestar atención a lo que hablaban hacía dos años. Básicamente era siempre lo mismo.

―Bueno, hace unos meses le dije que conocí a un chico y que había empezado a salir con él. Que era agradable, guapo y que tenía un buen trabajo.

―Bien, muchos chicos con los que saliste este año encajan en ese perfil. ―Ella encogió su cuello, sabía que lo que iba a decir ahora me iba a molestar.

―Le dije que era veterinario, que se llama Kiba y que empezamos a salir hace ocho meses.

―¡Mierda!, lo sabía. O sea, que le has vendido mi vida sentimental a tu madre, pero asignándote el papel protagonista .

―Solo lo de Kiba, te lo juro.

―¿Y qué más le has dicho?

―Le conté cómo nos conocimos en la consulta en la que trabajaba, cómo me invitó a cenar y.... bueno, ya conoces la historia.

Sí, conocía la historia, porque era la mía. Había llevado a Flops, el viejo gato de mi abuela, al veterinario. Cuando ella murió, fui la única que quiso hacerse cargo de un gato más viejo que el catarro, y casi ciego. ¿Qué iba a hacer? El pobre animal ya había perdido a su única dueña, no iba a echarle a la calle o darle la inyección letal. Ni elveterinario se podía creer que siguiese vivo. Total, ¿cuánto podría vivir?, ¿un año? ¡Pues no, tres! Tres puñeteros años con el viejo gato a cuestas. Achacoso y todo, el gato seguía arrastrándose sobre el sofá. Ya creía que era inmortal, cuando una mañana lo encontré panza arriba y roncando despierto, bueno, en estado catatónico. Lo llevé al veterinario de urgencias y allí estaba Kiba. Todo guapo con su traje de quirófano azul, pelo castaño y ojos oscuros. Mi héroe. Estuvo a mi lado cuando me dijo que Flops se moría, que sus pulmones estaban encharcados y que tomar aire era doloroso para él. Tomó mi mano mientras esperaba a que la inyección letal hiciera su efecto. Cuando dejó de respirar, ahogué mi llanto en su pecho. Me invitó a un café y se sentó en la sala de espera conmigo. Aquella semana me llevó a nuestra primera cita. Un restaurante chino al otro lado de la ciudad.

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