cap 20

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La verdad, viajando en mi propio coche, aunque no fuera mío, ir al trabajo se veía diferente. Liberarme del transporte urbano y sus horarios era algo a lo que no me importaría acostumbrarme. Sí, tenía que comprarme un coche.

El turno de noche era mucho más tranquilo que el de día, pero tampoco una se aburría. Cuando llegó mi hora de descanso, hice lo mismo que en los últimos días. Cogí mi termo de café y caminé hasta el fondo del pasillo. Allí estaba la unidad de cuidados intensivos de neonatales, allí estaba mi pequeña. No la había traído yo al mundo, no me encargaba de su cuidado, pero me reconfortaba el verla luchar cada día. Ella no se rendía, quería vivir y quedarse en este mundo. Y esa lucha me daba fuerzas porque en aquel momento necesitaba creer que la lucha merecía la pena, aunque fuera tan solo para levantarme cada mañana y mirarme al espejo y recordarme a mí misma que había muchas cosas por las que pelear en mi vida. Estupendo, estaba en la fase de depresión. Bueno, al menos avanzaba. El maldito duelo por la traición de Kiba seguía su camino. Un día de estos lo aceptaría totalmente y me liberaría de esa carga.

―¿Otra vez aquí?

La dulce voz de la doctora Lettuce me hizo girar el rostro hacia ella. 

―Sabes que no puedo pasar un día sin venir a verla.

Susan cogió el termo de mi lado y se sentó junto a mi asiento. Desde allí podíamos ver las incubadoras y las luces sobre ellas. Mi pequeña luchadora estaba en una de ellas.

―Lo está haciendo bien.

Vertió un poco de café en su taza casi vacía y se recostó en elrespaldo. Susan era una médico residente de último año. Se había especializado en neonatos, y era malditamente buena en ello. Estaba segura de que el hospital le haría una buena oferta para que se quedara con ellos.

―¿Su mamá ha venido a verla?

Susan asintió. Sabía por qué lo preguntaba. Tuve una charla muy dura con ella. Cuando su hermanito murió, su dolor la apartó de la pequeña. Le entendía, no quería encariñarse con ella por si también fallecía. Perder a uno era duro, perder a dos, sería mucho más difícil. Pero una tarde tomé aire, entré en la habitación, y le dije bien claro que su hija le necesitaba, que era mejor sufrir a su lado que lamentar el resto de su vida el haberla dejado luchar sola. Así que al final de mi “bronca”, la pobre mamá acabó llorando y yo salí de la habitación.

―No sé lo que esa boca tuya soltó, pero la pobre mujer se pasó toda la tarde llorando sobre la incubadora, pidiendo disculpas a su pequeña.

―¿Llegó a cogerla en sus brazos?

―¡Oh, sí! Estuvieron juntas unos hermosos diez minutos.

―Bien.

―La niña ha mejorado mucho desde entonces.

―Necesitaba sentir el amor de su mamá.

―No hay nada como sentir el palpitar de un corazón bajo una piel caliente para hacer que el tuyo propio coja fuerzas.

―Tú eres el médico, nadie sabe de esas cosas mejor que tú.

―¿Tú estás mejor?

―¿Todavía intentando arreglar mi corazón?

―Fuiste tú la que me contó tu historia con ese novio tuyo.

―Te aprovechaste de mi momento de debilidad.

―No, solo me acerqué a por un poco de ese café tan rico que haces. Del resto no puedes culparme.

No pude evitar sonreír. Ella no confesaría que su vena solidaria era más bien una artería. Siempre intentaba arreglar todo lo que estuviera roto, y algo me decía que le intrigaban los corazones, grandes o pequeños.

―¿Crees que la enviarán pronto a casa?

―Me gustaría decirte que la semana que viene, pero todo depende de su evolución y del peso que adquiera en estos días.

―Eso está bien.

―¿Serás tan mala que no volverás a traerme un poco de ese café cuando ella se vaya?

―Ummm, siempre puedes venir a la sala de descanso del otro lado del pasillo. Y tal vez, hasta te encuentres con una de las magdalenas de chocolate que a veces hago.

―Vas a obligarme a salir de mi reino, ¿verdad?

―Si quieres disfrutar de los pequeños pecados de la plebe…

―En fin, todo tiene un precio. ¿Cómo de buenas dices que son esas magdalenas?

Susan era única. Cuando estaba con ella no notaba la falta de Hotaru. Cuando el turno terminó, recogí mis cosas y salí caminando con calma. Eso de no estar pendiente del horario de autobuses me daba una tranquilidad que podía llegar a ser peligrosa. Bueno, al menos no tendría que evitar quedarme dormida en la parada, o en el bus. El SUV de Naruto me había dado aquella paz, aquel tiempo que no había notado que necesitaba. Cuando alcé la mirada hacia el aparcamiento mi corazón dio un salto. No, era imposible, él no podía estar allí, de pie frente a mí. Mi corazón se sobresaltó, pero no se detuvo, aunque sí lo hicieron mis pulmones, porque no me di cuenta de que había dejado de respirar. Él estaba allí, Kiba.

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