―Tenemos que hablar, Hinata.
―¿Sobre qué? ―No podía mirarle a la cara, no podía. Así que centré toda mi atención en rebuscar las llaves del auto en mi enorme e interminable bolso.
―Sobre nosotros.
―Quedó bastante claro que ya no hay un “nosotros”, sino un “Hotaru y Kiba”.
―Está bien, me equivoqué, lo reconozco. Pasó lo que pasó, no voy a negarlo. Si estoy aquí, es porque quiero tu perdón.
―¿Mi perdón?
―Necesito que me perdones. Sé que soy un imbécil y que no me lo merezco, pero te lo suplico, perdóname.
Inspiré y solté el aire profundamente. Sí, era un imbécil, había caído bajo los sexys pies de Hotaru, y no se lo reprochaba, ella era más que bonita, era malditamente caliente. Y tenía que reconocerlo, era más del tipo de Kiba, ellos dos pegaban más.
―De acuerdo. Te perdono.
―¿En serio? Oh, Hinata. No sabes lo feliz que me hace escuchar eso.
Kiba se acercó a mí, con toda la intención de abrazarme, con aquella sonrisa que me hacía flaquear las rodillas hasta no hacía mucho, pero esta vez no. Me aparté con rapidez y le detuve con mi mano.
―No. No me toques.
―Pero… ―¿Y se atrevía a poner cara de confusión? ¿En serio esperaba un borrón y cuenta nueva? Puedo tener un corazón blando, pero, maldita sea, tengo sangre latina en mis venas, y las traiciones se pagan. Y yo no me vendía tan barata.
―¿Querías mi perdón? Lo tienes. Ya puedes irte.
―Pero… yo pensé…
―¿Qué volvería contigo? Pues no, te equivocaste. ―Por arte de magia, las llaves del auto toparon con mis dedos y caminé hacia la puerta del conductor.
―Hinata, espera… Te quiero.
―Si tu forma de decírmelo es metiendo tu “cosita” en el “agujero” de mi compañera de piso, entonces no me quieras tanto. ―Abrí la puerta y empecé a sentarme en el asiento. Antes de que pudiese cerrar, Kiba sostuvo la puerta para que no lo hiciera.
―Hinata, Hotaru fue solo un error.
―Y tú fuiste el mío. Fin de la historia.
―No voy a rendirme, quiero lo nuestro de vuelta.
―Para eso hacen falta dos, y no cuentes conmigo. ―Los nudillos de Kiba se pusieron blancos alrededor de la puerta, y su cara cambió a una expresión que no le había visto antes. Dura, enfurecida y … venenosa.
―Es por el hermano de Hotaru, ¿verdad?
―¿Qué?
―Sí, es por él. Ese cabrón se ha metido en medio y ha aprovechado el momento para ocupar mi sitio.
―¿De qué estás hablando?
―He visto cómo te mira. Desde el primer día supe que te quería para él, y no ha parado hasta conseguirlo.
―No culpes a otros de tus errores.
Y, con un fuerte tirón, arranqué la puerta de sus manos y cerré con fuerza. Arranqué el coche y salí del aparcamiento, pero no pude evitar mirar por el espejo retrovisor. Kiba estaba allí quieto, mirándome, y en su rostro no había nada de la dulzura que una vez me encandiló. Sentí un escalofrío recorrer todo mi cuerpo. No, aquel no era el Kiba que conocía. Lo que vi en sus ojos no era dolor, no era amargura, no era sufrimiento, era odio y algo más. Y entonces supe lo que había hecho temblar a todo mi cuerpo, era miedo.
Conduje como un zombi hasta casa y estacioné el SUV en el camino de entrada. Apagué el motor, pero no me moví. Sabía que no estaba viendo nada más que el salpicadero, pero no podía apartar la mirada de allí. El Kiba que yo conocía intentaba conseguir lo que quería con encanto, con adulación, con zalamerías. Pero ese Kiba era un desconocido. Quería recuperar lo que tenía y había centrado su ira en Naruto. ¿De verdad estaba tan desesperado como para traspasar los límites? ¿Qué iba a hacer? ¿Tenía que avisar a Naruto? Un par de golpes en el cristal me sobresaltaron y, al mirar al otro lado de la ventanilla, la sonrisa de Naruto me recibió. Tenía el pelo mojado, y los auriculares aún estaban en sus oídos. La camiseta estaba casi empapada, pegándose a su piel con reveladora precisión. Estaba claro que acababa de llegar de su carrera matutina, pero su sexy cuerpo sudoroso no era suficiente para alejarme de mis preocupaciones y él lo notó. Cuando me abrió la puerta, tiró de sus auriculares al tiempo que su sonrisa desaparecía y me preguntaba.
―¿Qué ha pasado?