cap 12

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Sábado. Hay días en que es mejor no salir de la cama y ese fue uno de ellos. Empezando porque me levanté con un persistente dolor de cabeza y sin ganas de desayunar. Luego, en el hospital, me esperó la peor de las noticias. Uno de los quintillizos, el niño que estaba en cuidados intensivos, no había superado la noche.

Entrar en la habitación de Amanda y Tom era tan deprimente que hubiera preferido no tener que hacerlo, pero era mi trabajo, y debía realizarlo. El rostro de Amanda era un manantial constante de lágrimas. Sus ojos estaban rojos y la energía le había abandonado. Tener en la habitación las cunas con sus otros tres bebés era un recordatorio de que faltaban dos. El que había fallecido y la niña que seguía luchando por sobrevivir. ¿Qué consuelo les podía yo dar, si mis propias lágrimas luchaban por desbordarse también?

Pasé mi rato de descanso sentada frente a una incubadora, viendo el pecho de la pequeña Prescott moverse con cada respiración. Saber que seguía allí, luchando, era lo único que me daba esperanzas. Ella no podía rendirse, tenía que seguir peleando y maldita sea si no lo hacía. Cada minuto que no se rendía, era un minuto que le robaba a la muerte.

Cuando acabé mi turno, no sentía mi cuerpo muy enérgico. Parecía como si una apisonadora me hubiese pasado por encima dos veces. Casi no noté que había alguien parado delante de mí hasta que sentí cómo me sacudían el hombro.

―Hinata, ¿estás bien?

Alcé la mirada y allí estaba Naruto. Me pareció fuerte, seguro, resistente, algo firme a lo que agarrarme, antes de que las olas me arrastraran al fondo del mar y me ahogara. Y no pensé, solo actué. Mis brazos se aferraron a su camisa y hundí mi cara en su pecho. Y lloré. Lloré todas las lágrimas que no pude derramar en toda la mañana. Y él no me dijo nada, solo me tomó en sus brazos y me apretó contra él. No hubo palabras, no hicieron falta. Me sostuvo allí tanto tiempo como necesité, hasta que me relajé. Cuando me aparté de su cuerpo, aún era un enorme borrón delante de mí.

―Gracias.

―Pensé que lo necesitabas.

―Sí.

Sentí su brazo fuerte y protector tomándome por la cintura y pegarme contra él, donde me acomodé, mientras caminábamos de salida hacia el aparcamiento.

―¿Quieres contarme lo que pasó?

―No, no quiero volver a llorar. Más tarde quizás.

―Está bien.

Caminamos unos pasos, hasta llegar al SUV. Me ayudó a subir y ató mi cinturón. ¿De verdad no podía hacerlo yo? Realmente no. En aquel momento me sentía como una niña de cinco años, frágil y desprotegida. Le sentí acomodarse tras el volante y encender el motor. Entonces, como si mi cerebro volviera a la vida, la consciencia me devolvió al presente.

―¿Qué haces aquí?

―Pensé que podía ahorrarte el viaje en bus a casa, así podrías descansar un ratito antes de ir al Centro Social.

―De verdad que eres un cielo, ¿lo sabías?

Él sonrió y volvió su atención a la carretera. Entonces mi vista se aclaró del todo y pude ver el estropicio que había hecho en su camisa.

―Oh, Dios mío. ¡Estás empapado!

Los dedos de Naruto se deslizaron sobre la casi transparente tela de algodón y la separaron de la piel sobre la que estaba adherida. Se reía, el tipo se reía.

―Sí, para que luego digan que en Miami no llueve.

―No me hagas reír. Te he mojado.

―Tranquila, pronto se secará.

Unos minutos después la sonrisa volvió a abandonar mi cara.

―¿Recuerdas sobre lo que te hable el jueves?

―¿Sobre los quintillizos? ―Asentí con la cabeza―. ¿Recuerdas que te conté que había dos muy malitos?

―Comentaste que uno de los niños y la niña estaban en la unidad de vigilancia.

―El niño no lo consiguió.

Noté las lágrimas volver a mi cara, y rápidamente las sequé con la manga de mi chaqueta. La mano de Naruto se cerró sobre la mía, que estaba sobre mi regazo.

―Lo siento.

No tenía que sentirlo, no era su culpa, pero oírle decir que sentía mi sufrimiento, era más de lo que esperaba. Su mano era cálida y parecía ser el cable que me daba la energía que necesitaba.

―Sucede más veces de las que quiero, pero es así, es mi trabajo. Tan solo… es que a veces me cuesta aceptarlo.

―Lo entiendo. Tú quieres ser comadrona, traer nuevas vidas al mundo. No estás hecha para verlos irse tan pronto.

¿Realmente me entendía? Sí, parecía que sí.

El coche se detuvo junto a mi edificio de apartamentos y Naruto apagó el motor, pero no salió del vehículo.

―Estoy aquí si me necesitas. De todas maneras, ya estoy mojado.

―Oh, tonto. Sube, podré secártelo con el secador de pelo.

Cuando entramos en la sala noté que volvía a envolverme la fría soledad de días pasados.

―Toma.

Volví mi cara para toparme con el pecho desnudo de Naruto. La camisa estaba en la mano que tendía hacia mí.

―Claro. Espera aquí, vuelvo enseguida. Coge lo que quieras del refrigerador.

Cuando regresé con la prenda seca y tibia, encontré a Naruto sentado en la isleta de la cocina, bebiendo un botellín de agua fría y leyendo algo que estaba sobre la encimera.

―Aquí está, calentita y todo.

―Gracias. He visto que te han dejado sola de nuevo.

Inclinó la botella sobre la nota y le eché un vistazo. Sí, era la letra de Hotaru. En fin, ya me estaba acostumbrando a comer sola.

―¿Te apetecen unas alitas picantes? Conozco una estupenda furgoneta de comida que nos queda de camino al Centro Social.

Sí, ¿por qué no? Cocinar no me apetecía nada, y estar sola aún menos.

―Parece buena idea. Me cambio y nos vamos.

Puede que a Kiba se lo llevaran los demonios si se enterara de que salí a comer con Naruto, pero a la mierda. Ellos no tenían ningún remordimiento de dejarme sola a mí.

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