Naruto
La sirena de alarma sonó en la estación y maldije entre dientes. 10 puñeteros minutos y mi turno habría terminado. Maldita mala suerte. Escuché por la megafonía el aviso de un accidente de tráfico y la necesidad de un rescate. Me metí en mi traje de faena a toda velocidad y subí al camión para ocupar mi sitio. Menma tendría que ser esta vez el que tenía que esperar.
Cuando divisé el coche accidentado, mi corazón dejó de latir, mi sangre se drenó hasta llegar a mis pies, clavándome en el asiento.
―¡Oh, mierda! Mi coche. Ese es mi coche. ¡Menma!, joder, ¡Menma!
Como un robot bien entrenado, salté al pavimento cuando la puerta se abrió.
Y corrí, corrí obedeciendo las órdenes de mi superior, porque así había que hacerlo, porque no pondría la vida de mi hermano en peligro actuando como un loco inconsciente. Cuando saqué el arnés para colocármelo, nadie discutió sobre si sería yo el que entrara en el coche, todos conocían la pegatina de mi antigua estación de trabajo adherida en el parachoques trasero. Cuando Shikamaru me aferró por el brazo, supe que algo andaba mal.
―Mierda, tío. Es tu chica. Hinata está allí dentro.
―¿Qué?
Salí disparado hasta el precipicio, dejando que Shikamaru acabara de sujetar las cuerdas a mi arnés de seguridad. Y sí, vi la pequeña mano de Hinata asomar por la ventanilla, porque ni con magia mi hermano tendría aquella diminuta y delicada mano.
―¡Hinata!
Grité, grité con todas mis fuerzas, porque quería que supiese que yo estaba allí, que no iba a dejarla caer, que la iba a sacar de allí. Una ensangrentada cabecita asomó por la ventanilla rota y la vi. Sus ojos turbios, por el miedo o por el golpe, no me importaba. Solo quería saber que seguía allí, esperándome.
―Voy a sacarte de allí, tesoro, ¿me escuchas?
Ella asintió y me devolvió una pequeña sonrisa. Pude sentir su confianza en mí. Ella no se iba a rendir, aguantaría hasta que yo la sacara. Sai estaba cargando todo su peso en la esquina inferior izquierda de mi SUV, manteniéndola sobre el puente. Estaba medio girada hacia la izquierda, así que tendría que deslizarme por delante hasta llegar a Hinata, sujetarla y tirar de ella para extraerla del vehículo, después nos izarían hacia el puente. Bien, el plan estaba claro, ahora todo dependía de la rapidez que me diera para bajar y asegurarla.
―Yo vi a ese mal nacido, yo lo vi todo.
Uno de los policías retuvo al tipo para que no se acercara, pero no me preocupé por él. Miré a Shikamaru y él me dio el pulgar hacia arriba, la cuerda estaba anclada. Pasé por encima de la abollada barandilla y empecé a deslizarme hacia abajo. Cuando casi llegué hasta la puerta del conductor, mi pie la golpeó sin querer, y una sacudida del metal hizo que el SUV cayera unos centímetros. Las manos de Hinata estaban aferradas a la parte trasera del asiento. Escuché su grito angustiado, pero sabía que no debía dejarme arrastrar por su miedo. El miedo no era bueno, no era mi opción.
―Hinata, cariño. Ya estoy aquí.
Ella deslizó la mirada del vacío a sus pies, de vuelta hacia mí, y de nuevo hacia abajo.
―Mírame, Hinata.
Y ella lo hizo. Podía verla realizando respiraciones lentas y controladas, como seguramente sabía que debía hacer para calmarse. Esa era mi chica. Podía estar asustada como la mierda, pero trabajaría conmigo, lo sabía.
―Bien, ahora quiero que apoyes los pies en la consola frontal del coche, envuelvas esta cuerda a tu alrededor y que sueltes el cinturón de seguridad. ¿Podrás hacerlo?
Ella asintió con rapidez, colocó los pies como le dije y empezó a pelear con el anclaje del cinturón.
―Está atascado, no puedo soltarlo.
―No te preocupes, yo me encargo de él.
Mis brazos trabajaban para acomodar la cuerda a su alrededor, al tiempo que revisaba el cinto. No, no podía acceder hasta él sin cargar mi peso sobre el vehículo, cosa que no pensaba hacer. No estando tan endeblemente sujeto allí arriba. Saqué el cuchillo de mi cinturón y lo deslicé junto a su cuello, rasgando con rapidez el tejido. Mi chica se quedó quieta, casi rígida mientras realizaba la operación, como si quisiera convertirse en humo mientras trabajaba en liberarla.
―Buena chica, ya casi está.
Sentí su tensión cuando todo su peso reposó sobre sus piernas.
―Ahora necesito sacarte de aquí, así que estira tus brazos hacia mí y envuélvelos en mi cuello.
Ella asintió levemente, soltó las manos de sus anclajes, y con rapidez me atrapó. Podía sentirla temblar a mi alrededor, como un perro mojado bajo una tormenta de aguanieve. El metal crujió y la puerta empezó a descender. Sabía que los cristales de la ventana rota, que no había conseguido retirar del todo, se clavarían como cuchillos en su piel, pero tenía que sacarla de allí, así que tiré, la agarré con toda mi alma y la sostuve mientras el coche caía esos cinco metros que le meterían de lleno contra el lecho seco de allí abajo. Los dos gritamos al sacarla por aquel pequeño agujero, pero ahora la tenía, pegada a mí, a salvo. Cuando levanté mi vista de nuevo hacia ella, su cara estaba pálida, contemplando el retorcido metal a nuestros pies.
―Te dije que te sacaría.
―Os quedasteis sin magdalenas.
¿Y ella se preocupaba por unas magdalenas? Había estado a punto de morir, ¿y lo primero que se le ocurría era pensar en que sus magdalenas se habían estrellado allí abajo? Tuve que reír, no pude evitarlo. Sentí el tirón del arnés empezando a elevarnos, pero no pude parar de reír. Ella estaba viva y sus magdalenas no.