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Después de la despedida tan extraña que tuve con Azusa, salí de la estación de metro con unas ganas tremendas de lanzarme a mi cama

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Después de la despedida tan extraña que tuve con Azusa, salí de la estación de metro con unas ganas tremendas de lanzarme a mi cama. Había sido una mañana demasiado intensa porque por culpa de los nervios que había pasado y los viajes en transporte público me quedé completamente sin energía. Por no mencionar que, al salir del frescor que hacía en la estación, el exterior me parecía una olla a presión.

De camino a casa pasé por una frutería porque se me había antojado comer sandía. Por suerte, estaban de oferta y pude seleccionar la sandía más grande por un precioso realmente ridículo. Estaba deseando meterla en la nevera para comérmela bien fresquita en la cena y, como buena samaritana, compartirla con Vander. Aunque, ahora que lo pienso, recuerdo que me escribió por mensaje en línea que mañana le comentase los detalles de la reunión con los del club, lo que significaba que esta noche no vendría a dormir.

En el momento en el que iba a cruzar la calle, noté como en mi bolso vibraba algo. Evidentemente, era mi teléfono que anunciaba con ritmos latinos la entrada de mensajes nuevos.

Me daba pánico ir a la tienda de Saeran porque las dos veces que había podido ir me había cargado de bolsas con muchísimas plantas de interior

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Me daba pánico ir a la tienda de Saeran porque las dos veces que había podido ir me había cargado de bolsas con muchísimas plantas de interior. Era un poco incómodo porque, cuando me permitía pagarle me dejaba todo a precio de coste y, por ello tenía la sensación de que me estaba aprovechando de su bondad. Además, para mi desdicha, a causa de las dimensiones del estudio ya no me cabían más macetas, pero tenía tantas ganas de verle que no me importaba ducharme rodeada de rosas azules.

Al no encontrarme muy lejos de la floristería, solo a dos calles, llegué fácilmente. Desde el inicio de la vía se podía apreciar la preciosa tienda del gemelo Choi. Era una lindura de lugar porque cada rincón desprendía una esencia acogedora y, al ser un bajo tan reducido, transmitía familiaridad y cercanía. Era como la típica tienda de barrio en la que todos los vecinos acudían confiados a parlotear de sus vidas y a comprar sus regalos en fechas señaladas.

La fachada era de ladrillo al desnudo y estaba adornada con grandes plantas trepadoras. En el suelo, rodeando todas las paredes exteriores de la floristería, tenía varias jardineras con flores de todas las tonalidades posibles del color rosa. Gracias a los enormes ventanales que tenía en cada pared, se podía ver desde cualquier perspectiva el interior del delicado comercio.

Guardaré tu saborDonde viven las historias. Descúbrelo ahora