Capítulo 1 | El caso Harriet

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Echaba de menos los abrazos.

Aunque para ser sincera, no era lo único que extrañaba. No había olvidado lo que se sentía cuando lloraba de risa con mis amigos. O pasar la tarde con mis padres viendo alguna película mala de sobremesa, en silencio, por el simple placer de hacer algo los tres juntos. O cómo salivaba cuando daba ese primer bocado a una tartaleta de fresa y su sabor explotaba en mi boca.

Incluso echaba en falta las clases del señor Hemmings.

Era curioso la facilidad con la que el ser humano se acostumbraba a las rutinas. Mientras estábamos inmersos en ella, era como si tuviésemos un modo automático y todo lo hacíamos un poco por inercia. Soñábamos con el momento en el que por fin podíamos apagar el despertador, las clases ya no ocupasen nuestras mañanas y tuviésemos la agenda completamente libre para hacer planes.

Pero cuando nos arrancaban de esas pequeñas rutinas que habíamos ido construyendo día a día, las extrañábamos. No sabíamos cómo gestionar tanto tiempo libre. Experimentábamos lo mismo que una jirafa que un instante antes estaba en la sabana y, al segundo siguiente, en la ciudad: fuera de lugar, perdida y desconcertada.

Yo me sentía un poco así.

Odiaba las clases, las lecciones inútiles que no me enseñaban nada de la vida adulta y la gente que pululaba alrededor mío sin verme realmente.

Pero cuando comprendí que todo eso se acabó para mí, comencé a echarlo de menos.

Así que me negué en rotundo. Y seguí yendo a clases, por supuesto.

Aunque no estaba obligada a ello.

Aunque nadie podía verme.

Aunque no pudieran escucharme.

Cada uno superaba las cosas a su manera. Y aferrarme a mis pequeñas rutinas fue la forma en la que evité perder la cabeza. Sabía que dar un rodeo para evitar los obstáculos del camino no era la mejor forma de seguir adelante, que debía enfrentarme a ellos, pero no me importó. Era incapaz pararme a pensar en lo que había sucedido, en el futuro que me esperaba, porque si lo hacía...

—Estoy muy caliente.

Esas tres palabras fueron suficientes para hacerme bajar de las nubes de inmediato. Mi avalancha de pensamientos se detuvo en seco para contemplar a la pareja que había decidido plantarse delante de mis narices.

Él llevaba una chupa de cuero y los vaqueros por debajo de las caderas. Parecía un auténtico gamberro. Ella llevaba un vestido, aunque no tapaba mucho, pues la mano de él se colaba por debajo de la tela y me ofrecía una perspectiva perfecta de sus nalgas. Se estaban metiendo la lengua hasta el fondo como si se encontrasen seguros en la intimidad de la habitación de un hotel y no en medio del puerto. Arqueé las cejas. Bendita pasión.

Cuando giraron la cabeza para seguir morreándose desde otra perspectiva, me percaté de que la conocía a ella. Era Anisa, una chica con la que compartía algunas asignaturas.

Resoplé. ¿Por qué de todos los posibles lugares que había en la ciudad habían decidido plantarse a un palmo de mi cara? Ver una película porno en vivo no era de mis pasatiempos favoritos.

—Puaj, qué asqueroso —expresé sin poder contenerme, ante su incansable intercambio de saliva. Ellos, por supuesto, no se percataron de mi queja.

¿Pero cómo no se les podía adormecer la lengua con tanto movimiento? No, peor aún, ¿cómo eran capaces de seguir respirando si no se paraban a coger aire?

Un par de pescadores que pasaron a su lado advirtieron que se estaban besuqueando como si mañana fuese el fin del mundo y ellos necesitaran dejar constancia de su amor. Silbaron con sorna. La pareja se separó con brusquedad, como si de repente comprendieran dónde estaban. Anisa desvió la mirada, azorada, mientras que él saludaba a los hombres con la mano.

Todas las estrellas que nos separanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora