Capítulo 4 | Indestructible

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Jamás olvidaré la primera vez que vi a mi madre aterrorizada.

Yo todavía era una cría que cantaba en las películas Disney, corría por el patio del colegio y miraba con cierto recelo a los adolescentes, sabiendo que en algún momento yo alcanzaría su edad. Mi mayor preocupación era hacer los deberes de clase y levantarme temprano los fines de semana para ver los dibujos que echaban por la televisión. Todavía disfrutaba de los paseos familiares sin llegar a sentir vergüenza por estar acompañada de mis padres.

Lily y yo estábamos jugando en un parque no muy lejos de casa. Su madre y la mía charlaban alegremente en un banco, desde el que nos observaban de vez en cuando. Tampoco nos prestaban mucha atención. Solo se aseguraban de que no hiciéramos nada imprudente o que no nos lastimásemos. Al fin y al cabo, en Bergen nunca había pasado nada.

Nos metimos en un pequeño castillo sucio y que apestaba a pies, pero que a nosotras nos daba igual. Allí siempre imaginábamos que éramos una princesa y su leal caballera, que luchaban contra los enemigos que querían arrebatarnos el poder. Y si nos poníamos creativas, a veces batallábamos entre nosotras por la traición de la otra.

Lo llamábamos, "El reino de Violet", ya que por esa época Lily tenía una cobaya que tenía el mismo nombre. Fue lo más original que se nos ocurrió.

Pero ese día en concreto, la idea de ser una princesa y una caballera quedó atrás. Cuando entramos en el castillo de plástico, nos encontramos una jeringuilla. Y decidimos probar algo distinto.

Jugaríamos a los médicos.

Salí del castillo orgullosa de mí misma, porque Lily me había inyectado todas las medicinas del mundo y ahora no me pondría nunca enferma. Y apenas me había dolido. Salí corriendo en dirección a mi madre para contarle lo que había hecho. Seguro que ella se alegraba de tener una niña tan valiente como yo.

Pero no fue así. Mi mamá gritó como nunca lo había hecho. Yo alcé la vista, asustada. Ella siempre había lucido tan imperturbable y sosegada que me pregunté qué le había pasado, porque un grito así significaba que algo se estaba rompiendo por dentro y dolía mucho. Pero a ella no parecía ocurrirle nada. Ella solo me miraba con unos ojos que reflejaban auténtico pánico. Me retorció el brazo, para ver el lugar dónde me había clavado la aguja. Yo también estudié la zona, sin saber qué estaba pasando.

Sin perder más tiempo, me cogió y me llevó al hospital.

Esa fue la primera vez que vi a mi madre aterrorizada.

No sabía que por quien ella temía, era por mí.

Más tarde, el médico le informó que el examen que me habían hecho había mostrado que estaba sana. La jeringuilla no tenía ninguna enfermedad infecciosa. Yo seguiría viviendo del mismo modo en el que lo había hecho hasta ese momento. Ella respiró aliviada y todo quedó en una anécdota que ambas preferimos olvidar.

Pensé que mamá nunca podría volver a experimentar una sensación así. Pero, como solía ocurrir, me equivoqué.

Una semana después de mi desaparición, tocaron en la puerta de casa.

A esas alturas, mis padres habían escuchado prácticamente de todo. Teorías absurdas sin ningún tipo de fundamento, personas que aseguraban que me habían visto en lugares en los que nunca había estado y llamadas en las que solo se oía una respiración. No pensaron que la gente actuara con malicia. Simplemente creyeron que querían cooperar; tanto, que acababan haciendo algo que perjudicaba más que ayudaba.

Pero cuando vieron a una pareja de policías, supieron que esa vez era diferente. Si habían decidido contactar con ellos, era porque probablemente habían encontrado algo de verdad.

Todas las estrellas que nos separanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora