Capítulo 12 | Fría mirada gris

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Después de ese primer acercamiento a la investigación, Aiden y yo adoptamos una especie de rutina.

Cada mañana, cuando llegaba la hora del recreo, nos reuníamos en el aula de música, ya que siempre se hallaba vacía. En esas cuatro paredes, Aiden me formulaba preguntas que consideraba relevantes para averiguar qué ocurrió el 10 de abril. También divagaba sobre teorías que solo tenían sentido en su cabeza o indagaba sobre lo que hice los días inmediatamente anteriores al suceso, por si hubo algo que desencadenó mi asesinato. En ocasiones, yo comentaba algún detalle nimio que podía ser relevante o recordaba una cara o una conversación.

Si creíamos haber dado con un hilo importante del que tirar, esa tarde nos volvíamos a ver en su casa. A veces nos ayudaba Jack. Solo Nidalee era testigo de lo mucho que conversábamos los tres hasta que, como había pasado en cada ocasión, llegábamos a un callejón sin salida.

Respiré hondo. Dar tantas vueltas a un mismo tema sin sacar nada en claro no podía ser sano. A veces pensaba que iba a explotar de pura frustración. Incluso las madres de Aiden habían comenzado a preocuparse por él, aunque pensé que se debía a que lo habían oído hablar conmigo; es decir, a sus ojos, lo habían oído hablar solo.

Una pequeña sonrisa se dibujó en mi rostro cuando recordé la vez que abrieron la puerta de su cuarto repentinamente, al escucharlo mantener una conversación. Esperaban pillarlo con alguien, a pesar de que él les había asegurado que no había nadie, pero cuando descubrieron que se hallaba solo, se les desencajó el rostro. Y después se pusieron coloradas como tomates.

—Harriet —me llamó Aiden, sacándome de mi letargo—, ¿estás aquí?

—Sí —mentí—. No, perdona. ¿Qué decías?

Hoy era uno de esos días en los que fuimos a la sala de música, antes de que diese comienzo la siguiente clase. Rodé los ojos por toda la habitación, observándola como si fuese la primera vez que entraba aquí. Un cúmulo de sillas estaban esparcidas por todo el lugar, sin ningún tipo de orden. Apoyados sobre las paredes blancas se encontraban algunos instrumentos que nadie había tocado, al menos en mi presencia, como violines, guitarras, saxofones o trompetas. Supuse que estaban ahí para reafirmar que estábamos en la sala de música, y no en la de matemáticas o historia, por ejemplo. La joya de la corona se la llevaba un piano, situado en una esquina del aula, y en cuya butaca estaba sentado Aiden, dando la espalda a las teclas blancas y negras.

Era curioso, pero desde que mi vida acabó, había estado prestando más atención a lugares o personas a las que antes solo percibía fugazmente. Era como si ahora quisiera estar realmente despierta, no perderme nada y quedarme con los detalles. Esta manía me recordaba que no estaba muerta; al menos, no del todo.

—Estás completamente segura de que Jayden no es tu asesino, ¿no es así? —quiso cerciorarse. Podía adivinar por dónde iba.

—Efectivamente —respondí—. Jayden es como un hermano para mí.

—Y, sin embargo, seguramente es la última persona que te vio con vida —dejó caer.

—Aiden —gimoteé—, esa conjetura otra vez no.

Él se levantó de su sitio y elevó ambas manos, como si la respuesta fuese obvia, aunque yo no la hubiese comprendido. Se acercó hacia donde yo estaba, sentada en el suelo a un par de metros del piano, y se acomodó a mi lado.

—Solo digo que deberíamos investigarlo —sugirió, por enésima vez.

Por mucho que le hubiera asegurado a Aiden que Jayden no era mi asesino, él lo seguía considerando culpable. O, como mínimo, cómplice.

Lo que Aiden no sabía era todo lo que Jayden y yo habíamos vivido juntos. Desde secretos inconfesables hasta llamadas a las tres de la madrugada. Lágrimas que aflojaban la angustia que nos consumía. Planes juntos. Sueños que alcanzar. Carcajadas que hacían que te doliese la tripa. Cuando compartías tanto con alguien, descubrías que había un hilo invisible que os unía.

Todas las estrellas que nos separanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora