Capítulo 2 | Ángel guardián

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Cuando me quedaba a solas con mis pensamientos, mi mente se volvía mi peor enemiga.

Y teniendo en cuenta todo el tiempo libre que tenía, ocurría con más frecuencia de la que me hubiese gustado.

El sol hacía un rato que se había puesto en Bergen, tiñendo el cielo de un apagado azul añil que evocaba a la nostalgia. Mientras los niños apuraban en las calles las últimas horas de juego y los adultos aprovechaban para hacer compras de última hora, emprendí el camino a casa.

Del mismo modo que había hecho cada día desde que morí.

Inevitablemente me acordé de aquella noche.

Cuando empecé a sospechar que estaba muerta, fui a casa. No sabía qué otra cosa hacer y lo único que necesitaba era un abrazo de mis padres. Estaba muy confundida, pero la sensación de devastación me oprimía el pecho, como una estrella de mar que acababa de descubrir que le han arrancado cuatro brazos; aunque yo, a diferencia de ellas, no tenía capacidad de auto regeneración. Solo quería que alguien me asegurase que todo iba a salir bien, aunque en lo más profundo de mí era consciente de que ese anhelo era imposible de alcanzar.

Y así fue.

Cuando llegué a mi hogar, yo no entendía muy bien qué había pasado. Tenía fogonazos sobre un forcejeo y de repente descubrí que la gente no podía verme y que era incapaz de abrir puertas; si quería entrar a algún lugar, debía traspasar sus muros.

Una idea había empezado a tomar forma en mi mente sobre lo que había ocurrido y la verdad de mi nueva realidad. Pero yo no le presté atención. Hice esa idea pequeñita y la exilié de mis pensamientos.

No quise hacerle caso, porque esa nueva realidad me horrorizaba.

Sin embargo, cuando llegué a casa y vi a mis padres, la verdad me golpeó con fuerza.

Mi madre estaba sentada en el sofá del salón, mientras que mi padre se movía de un lado a otro, incapaz de quedarse quieto. Ella estaba haciendo algunas llamadas, preguntando a mis amigos si sabían dónde estaba. Y cada vez que alguien le respondía que desconocían mi paradero, su voz se quebraba. Papá había salido a buscarme por el vecindario, pero no había encontrado nada.

Desvíe la mirada hacia el reloj que colgaba de una pared. Eran las tres de la mañana.

Cuando a mamá se le acabaron las ideas sobre con quién podría estar, se derrumbó. Se hizo un ovillo y lloraba, con las lágrimas corriendo por sus mejillas sin control alguno. Jamás había visto a mi madre así. Era ese tipo de personas que no dejaba salir sus emociones y superaba su propio dolor masticándolo, alzando muros y dejando que el tiempo hiciese lo suyo. Por eso me sorprendió. Si mamá estaba así, significaba que su dolor la había superado y desbordado.

Papá hizo a un lado su inquietud y se sentó al lado de mamá. Le besó en el pelo mientras murmuraba palabras llenas de ánimos, pero su voz sonaba ahogada y el temblor de su labio inferior lo delataba.

—Mamá, papá... —murmuré.

Pero ellos no me escucharon. Ni siquiera me miraron.

—Estoy aquí —les dije. Mi voz tembló, pero ninguna lágrima salió de mis ojos. Otro indicio de que algo había cambiado—. ¿Por qué no podéis verme? ¿Por qué estáis llorando? ¿Qué ha pasado?

El silencio solo era interrumpido por las palabras susurradas de mi padre y algún sollozo de mi madre.

—¿Dónde crees que estará, Steven? —preguntó mi madre—. No está en Bergen, la hemos estado buscando durante horas. Y por la noche hace tanto frío... ¿Dónde estará Harriet?

Todas las estrellas que nos separanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora