Capítulo 37: Las gemelas Taplow

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—¿Accederás a publicar la declaración? —exigió Jade.

—No, nunca —dijo Perrie, pálida como una mártir atada a una estaca en la hoguera.

—El problema surgirá una y otra vez. No desaparecerá —le advirtió Jade con firmeza—. Hay que poner fin al asunto.—

Siguió un silencio que ella sintió como una mano helada deslizándose por su espalda, pero no iba a dejarse intimidar de esa manera. Sus ojos marrones chocolate destellaron con resolución y alzó la barbilla.

—Pero no así. No con una confesión falsa y una falsa declaración de arrepentimiento por algo que no hice. Cumplí toda mi sentencia por negarme a expresar arrepentimiento por un delito que no había cometido.—

Jade la miró con fría y dura censura. Ella se quedó sin respiración. La empresaria giró sobre los talones y, sin decir otra palabra, salió de la habitación. Perrie tragó aire, se dejó caer en el asiento y miró al vacío. «¿Y si esto me cuesta mi matrimonio?, ¿Y si la pierdo?», pensó aterrorizada por esa posibilidad.

No era ninguna ayuda el hecho de que entendía su punto de vista. Había decidido que era culpable al principio de su relación, cuando apenas la conocía, y era testaruda como una mula. Incluso había llegado a justificar su comportamiento de forma satisfactoria para Jade: error juvenil y falta de apoyo familiar. No había dicho una sola palabra de queja, ni la había culpado. Y estaba haciendo lo posible para proteger la poca reputación que le quedaba. La había trasladado al yate para protegerla de los periodistas. Estaba haciendo lo que era natural en ella: hacerse cargo, tomar decisiones para controlar la crisis e intentado protegerla. Y ella, en vez de agradecer su consejo, se comportaba de forma poco razonable y la rechazaba de plano. Se limpió las lágrimas con el rostro de la mano.

Sirvieron la cena en el comedor. Aunque la mesa estaba puesta para dos, Jade no apareció. Ella apenas comió y, poco después, pidió que la condujeran a su camarote. Desesperada por pasar el tiempo, llenó la bañera en el impresionante cuarto de baño de mármol. Acababa de meterse en el agua perfumada cuando la puerta se abrió y Jade apareció en el umbral.

Tenía el cabello revuelto y la blusa desabotonada, fuera de los pantalones. Su atractivo aspecto de chica mala hizo que su corazón brincara. Se incorporó y pegó las rodillas al pecho.

—Lo siento... —dijo la ojimarrón con aspereza. Esas dos palabras fueron como un cuchillo que se clavara entre sus costillas, no sabía qué llegaría a continuación. Tenía presentimientos negativos y esperaba malas noticias. Se preguntó si se disculpaba porque se sentía incapaz de convivir con una mujer reconocida públicamente como ladrona convicta. —No sé qué decirte —Jade alzó un hombro. Perrie siguió paralizada en la bañera, como una estatua de hielo, el miedo le erizó la piel. —Verás, ésa era tu imperfección —añadió, de forma incompresible.

—¿Qué?—

—Siempre he tenido la teoría de que todo el mundo tiene una imperfección fatal. La tuya eran tus antecedentes penales —dijo—. Encajaba, tenía sentido.—

—¿Qué tenía sentido? —Perrie estaba pendiente de cada una de sus palabras, deseando que adquirieran un significado comprensible para ella.

—Eras bella, lista y sexy, pero realizabas un trabajo de baja categoría y mal pagado, ¿por qué? Porque tenías antecedentes penales —Jade apretó sus sensuales labios—. Soy una cínica. Siempre busco el lado oscuro. Nunca se me ocurrió dudar que fueras una ladrona.—

—Lo sé —afirmó ella con pesar.

—Durante meses me negué a pensar en ello, porque me molestaba —siguió con voz ronca—. Cuando te encontré y nació nuestra hija, enterré ese recuerdo.—

La palidez de Perrie se acentuó, haciendo que sus ojos parecieran aún más azules. Jade había enterrado el recuerdo de su supuesta culpabilidad porque era la única forma de poder vivir con ella. La rubia alzó una mano con pesar y después dijo algo que la desconcertó por completo.

—Pero aunque un tribunal te declarase culpable y fueras a la cárcel no eres una ladrona.—

—¿Qué acabas de decir? —su tersa frente se arrugó.

—Eres inocente. Tienes que serlo. Nada tendría sentido en otro caso. Siento no haberte escuchado.—

—No entiendo por qué estás dispuesta a escuchar ahora —admitió ella, dubitativa.

—Examiné el delito a la luz de cuanto sé sobre ti y de repente tuve muy claro que tenías que estar diciendo la verdad.—

—¿Acaso has estado hablando con Niall?—

—No. ¿Por qué?—

Jade no tenía ni idea de que su jefe de seguridad había estado investigando su caso. Cuando Perrie se lo explicó, su poderoso rostro se ensombreció.

—Así que incluso Niall te creía cuando yo no.—

—Imagino que Tulisa no le habrá dado otra opción —el alivio de saber que por fin Jade confiaba en ella hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas. Estudió el agua y parpadeó varias veces—. Deja que termine de bañarme. Saldré en cinco minutos.—

—¿Vas a llorar? —preguntó Jade.

—¿Tú qué crees? —Perrie alzó una delicada ceja y mostró sus ojos, brillantes como joyas.

—Necesito saber qué te ocurrió hace cuatro años. El arresto, toda la historia.—

—Dudo que eso haga que te sientas mejor.—

—¿Crees que merezco sentirme mejor?—

—No —contestó ella con sinceridad.

Pero no lloró. Era muy buena noticia que por fin dejara de creerla una ladrona. Había tardado un año en llegar a esa conclusión, pero mejor tarde que nunca. Se puso un albornoz azul y se reunió con ella en el dormitorio.

—Lucy y Lydia, las sobrinas de la señora Taplow me contrataron para que le hiciera compañía y le preparase las comidas. Casi nunca vi a Lydia porque trabajaba. Vivían en el pueblo a un par de kilómetros de distancia —le dijo Perrie acurrucándose en la enorme cama—. La señora Taplow vivía en una casa grande y vieja. El primer día de trabajo, Lucy me explicó que su tía sufría las primeras etapas de demencia senil y que no debía hacer caso de sus historias sobre cosas que desaparecían.

—¿Eso no te hizo sospechar? —Jade enarcó una ceja y se sentó en la cama, a su lado.

—No. Estaba demasiado contenta por tener un trabajo y dónde vivir. La anciana parecía confusa a veces, pero era muy agradable —le confió Perrie—. Lucy me pidió que me ocupara de limpiar la plata, que se guardaba en una vitrina, y me dijo que era muy antigua y valiosa. Había muchas piezas y, la verdad, apenas me fijaba en ellas cuando las limpiaba.—

—Pero sin duda dejaste tus huellas dactilares en todas las piezas.—

—Unas semanas después, la señora Taplow se enfadó mucho y dijo que habían desaparecido dos piezas. Yo no habría sabido si era verdad o no, pero se lo mencioné a Lucy y ella me dijo que o eran imaginaciones de su tía o que ella misma las habría escondido en otro sitio. Insistió en que la señora Taplow lo había hecho otras veces. La señora Taplow quería llamar a la policía, pero yo la disuadí —rememoró Perrie con tristeza.

—¿Qué ocurrió después? —Jade le apretó la mano para tranquilizarla.

De traición y otros tropiezos || Jerrie (G!P) ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora