XVIII. El cumpleaños de la infanta

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—Pero ¿por qué no ha de bailar más? —preguntó la infanta riendo.
—Porque se le ha roto el corazón —respondió el chambelán.
Y la infanta frunció el ceño, y sus finos labios de rosa se plegaron con desdén.
—En adelante, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón —exclamó.
Y salió corriendo hacia el jardín.
(“El cumpleaños de la infanta”, de Oscar Wilde)


Axel miró a la puerta frente a él y sus labios se fruncieron. Era un idiota por estar aquí, no tenía ninguna duda al respecto. Y es que por Dios, Gabriel lo besó sólo para decirle inmediatamente después que tenía novia, luego lo ignoró durante toda una semana, no le importó que cambiara de lugar con Karen para no estar a su lado en la clase anterior, no mostró ningún signo de interés ante su lectura sobre “Los amorosos”, de hecho se había salido casi durante todo el resto de la clase... Y después, claro, sólo lo llamó y le pidió ir a su casa; para hablar del cuento que tenían de tarea, por supuesto.

Y aquí estaba él, como el idiota que era. Porque su corazón tonto no podía decir que no, porque cada fragmento rogaba estar aquí con el culpable de que estuviera hecho trizas.

Resopló, molesto consigo mismo pero aun así sin fuerzas para dar media vuelta e irse. Acomodó su mochila con una mano y con la otra tocó el timbre.

No tuvo que esperar mucho, pronto Gabriel estaba ahí. Su cabello se veía revuelto, como si se hubiera pasado las manos varias veces entre los mechones rubios. Y mordió su labio inferior un par de veces, como conteniendo una sonrisa, antes de soltarlo y sonreír muy suavemente y soltar un “Hola” que no, no llenó de mariposas el estómago de Axel.

Axel frunció el ceño y evitó su mirada. Ya se estaba haciendo historias en la cabeza, se dijo. No, Gabriel no estaba nervioso ni estaba jugueteando con sus manos. Él sólo lo quería usar, como hizo desde el principio. Sólo quería que le hablara del cuento.

Suspiró, dejando salir toda su molestia. Al final de cuentas no era culpa de Gabriel, sino suya. Porque era quien seguía aceptando ser usado. —Hola —le dijo, pasando a su lado, empujándolo suavemente. Se estremeció cuando sus brazos desnudos se tocaron, su piel se erizó y un escalofrío lo recorrió.

Gabriel dejó escapar el aire también cuando Axel entró. Pegó su frente a la puerta un momento. Los latidos acelerados de su corazón no lo dejaban escuchar nada más.

Obviamente. Porque Axel dijo por tercera vez, ya sonando molesto, “¿Gabriel?”. Y él volteó a mirarlo, realmente sorprendido. —¿Perdón?

Axel apretó los labios con fuerza. Sabiendo que era su culpa. Gabriel ni siquiera lo estaba escuchando, no le ponía atención. «No le importas. Entiéndelo. Dile de qué trata el cuento y vete, vete antes de que el daño en tu corazón sea ya irreparable y no quede nada».

Miró hacia otro lado. Sabía que era cierto, que debería irse. Pero no podía. Le dolía el corazón, sentía sus ojos aguarse y aun así sólo quería seguir cerca de él. ¿Cómo era posible que alguien fuera tu veneno y también tu antídoto?

—Preguntaba que dónde está Mérida.

—¡Ah! —Gabriel se separó de la puerta por fin—. Eh... —tardó un momento en hablar de nuevo, como si no lo recordara o quizá sólo hacía tiempo para mentir—. No está. Mis papás salieron y se la llevaron.

—Oh —Axel lo siguió, algo desanimado. Al menos Mérida con sus ocurrencias lo habría hecho sentir mejor. De hecho, y no digan nada, había traído una colección de cuentos infantiles. Y creyó que quizá hasta le gustaría el que iba a contarle a Gabriel para la clase—. Qué mal. Me hubiera gustado verla... —siguió a Gabriel, sin notar que no se dirigían a la biblioteca.

Enamorándome del nerd (o Un disléxico enamorado)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora