II. El ruiseñor y la rosa

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—Sé feliz —le gritó el ruiseñor—, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea.
(“El ruiseñor y la rosa”, de Óscar Wilde)




Gabriel estaba mirando atentamente, con los ojos levemente entrecerrados, a Axel que estaba sentado en la otra orilla de la cafetería. El chico llevaba audífonos puestos, tenía los codos sobre la mesa, había un sándwich a su lado –que había mordido sólo un par de veces–, y Gabriel no entendía cómo podía leer con ese flequillo cubriendo sus ojos... Pero, al parecer, lo hacía, porque mientras que el sándwich permanecía casi olvidado, su libro era manoseando constantemente.

Se preguntó Gabriel –y no entendió muy bien la razón–, si sería incorrecto llamar "manosear" a lo que el chico hacía con su libro. Porque en realidad lo tomaba con mucho cuidado, exagerado en su opinión, casi con ternura y devoción. A solas, con su pensamiento, Gabriel podía confesar que siempre había deseado que alguien lo tocara así: como si fuera sagrado; que lo miraran como si lo valiera todo. Como si fuera un tesoro encontrado por casualidad que nunca soltarían ni dejarían de valorar. Porque, incluso a esta distancia, podía notar el cariño con el que Axel trataba al libro. Le hacía el amor a esas páginas. Y casi se ríe entonces, porque ¿cómo pasó de "manosear" a "hacer el amor"?

—¿Por qué estás sonriendo? —Gabriel se tensó ante la pregunta y al sentir a Sonia apretar su brazo—. ¿A quién estás viendo? —preguntó, siguiendo su mirada antes de que él tuviera tiempo de apartarla.

—No estoy sonriendo —dijo Gabriel y quería pensar que era verdad. Porque no había razón para sonreír por el chico raro—. Y no estoy viendo a nadie.

—Gabriel —ella dijo su nombre completo, en un susurro de advertencia. Ella sabía. Ella lo sabía todo.

Gabriel se puso de pie rápidamente, provocando un rechinido horrible al arrastrar su silla. Se agachó para susurrarle al oído, como haría amorosamente un novio. Aunque no era el caso: —No es lo que crees —y por supuesto que no lo era, no estaba interesado en Axel de ese modo. No le gustaba así, que era lo que preocupaba a Sonia—. Esto es por la clase que compartimos. Sabes que de otro modo no me acercaría a alguien así —besó una de sus sienes y se alejó.

¿Y por qué rayos se sintió mal decir eso?

No había nada de malo en Axel. Y se sintió como un idiota mientras caminaba hasta él.

Seguía distraído cuando se sentó en la misma mesa, frente a él. Perdido completamente en su libro. Con una sola mano lo sostenía. Tenía la cabeza levemente inclinada hacia un lado, su flequillo caía hacia ese mismo lado despejando su rostro lo suficiente para que Gabriel pudiera ver su ceño fruncido y los ojos azules brillando sospechosamente. Se movieron un par de veces, siguiendo las líneas ahí escritas, antes de detenerse y que sus párpados lo cubrieran. Gabriel creyó ver que sus pestañas se humedecían y sintió miedo durante un momento, ¿qué iba a hacer si él empezaba a llorar?

¿Y por qué su corazón se estaba acelerando como si fueran su responsabilidad las emociones de Axel, cuando ellos ni siquiera se conocían?


* * * * *


Axel cerró los ojos cuando llegó al final del cuento. Aquel “¡Qué tontería es el amor! —se decía el estudiante a su regreso—. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica.” siempre le traía sentimientos encontrados. Creía entender su dolor, su corazón roto, las consecuencias del rechazó; pero también se molestaba con él por lo poco que valoró esa rosa.

Enamorándome del nerd (o Un disléxico enamorado)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora