40. Gracias por no haberme matado

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Una vez en el convento, inspeccionamos cada ladrillo mohoso que sostenía la estructura

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Una vez en el convento, inspeccionamos cada ladrillo mohoso que sostenía la estructura. Intenté pensar como lo haría As para saber dónde podría haberlo escondido, pero no me sirvió de mucho.

Amon nos acompañó, aunque sirvió de apoyo moral más que otra cosa, pues lo único que sugirió fue quemar el lugar entero; decía que la joya sobreviviría al incendio igualmente.

Quemar monjas no era lo mío, quizá la próxima vez.

Los pasillos estaban silenciosos. Percibí en ellos una fuerte energía que no había sentido nunca antes. Aunque, claro, si no dejaban de llegar seres infernales y celestiales, tampoco era de extrañar. No se podía negar que aquel sitio tenía una inmensa carga espiritual.

Rebusqué entre las cajas de mi vieja habitación, pero no tuve éxito. No sabía en qué estábamos pensando; no habría tenido ningún sentido que estuviera allí.

—Si fueras un collar, ¿dónde te esconderías? —inquirí.

—En un armario —respondió Mam—. O en una caja.

—No lo sé, nunca he tenido el placer de ser un collar —ironizó Amon.

—¿Me das un bombón, Amon? —le pidió Mam.

—Pfff, pensé que ya habías besado a Val ayer.

Ambos nos giramos hacia él al instante. La tensión se desplegó en un solo segundo mientras el pelirrojo retrocedía lentamente hasta la puerta.

—¡Era un chiste! ¡Lo juro! —Puso las manos en alto—. Ya los saco, los dejé en mi mochila.

—Muy gracioso. ¿Quieres un premio por tu broma?

—¿Te levantaste con ganas de morir hoy? —amenazó Mam.

—Ay, quédense solos, entonces. —Amon se cruzó de brazos—. Voy a traer los dulces y vengo.

Negué con la cabeza en silencio aguantándome las ganas de reír y seguí con la búsqueda.

Revisamos todos los sitios posibles para no dejar ni un rincón sin inspeccionar. Nuestro enemigo era escurridizo; si él mismo se ocultaba tan bien entre las sombras, no quería ni imaginar lo hábil que podía llegar a ser a la hora de esconder un simple collar.

Se nos ocurrió salir al exterior: el jardín con sus estatuas y el buzón también eran posibles escondites. Me puse a abrir los cajones de donaciones uno por uno al mismo tiempo que Mam caminaba en círculos por el patio.

—Me gusta cuando comes dulces. —Sonreí—. Lo encuentro muy tierno.

—¿Tierno? ¿Un demonio? ¿Tú oyes lo que dices?

—No me juzgues, está claro que soy demasiado inocente. Pero supongo que siempre me ha parecido una de las cosas que te hacían menos detestable.

—Ah, ¿soy detestable ahora?

Un templo encantador │YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora