52. Cumplí mi promesa

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Quién me habría dicho que iría al infierno antes que a mi graduación

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Quién me habría dicho que iría al infierno antes que a mi graduación.

Todavía impactada con mi nuevo aspecto y con Mam y Amon ejerciendo de guardaespaldas, contuve el aire antes de hablar. Cuando abrí la boca, no me sentí dueña de mi cuerpo, y fue como si otra persona se apoderara de mí y hablara y pensara en mi lugar. Y, siendo sincera, lo prefería: no habría podido manejarlo todo yo sola.

Me resultó curioso ver a esos horrendos seres tan sorprendidos, aunque, por supuesto, debía de ser raro que una extraña se presentara allí con el príncipe de la lujuria encadenado.

El guardia que nos había divisado, con otro par al lado, quiso saber cómo lo habíamos atrapado. Tras una acalorada conversación en la que ofrecí todas las explicaciones posibles, por fin me dejaron descansar.

—¿Me da su palabra de honor? —Arqueó una ceja—. ¿Qué dice el príncipe?

—Que espera verlo en tribunales y, de no ser el caso, espera ver a sus pies la cabeza de todos los que han participado en este turno de vigilancia —respondió Mam.

—Entendido —dijo con asombro el guardia—. Lo anotaré, aunque me temo que, por ser él, solo puedo tenerlo unos años encerrado. Tiene que haber un juicio; debe pasar por las manos de nuestro rey.

—No hay problema —intervino Amon—. Es un gusto hacer que las órdenes de la realeza sean cumplidas.

—Ah, una cosa —interrumpió otro ser desde un poco más lejos; no parecía uno de los guardias—, vi que la tinta para contratos se había agotado. No obstante, hace siglos que los contratos ya no son necesarios aquí. ¿Tiene información sobre si los príncipes tienen algo que ver en ello?

—De tenerla, no se lo diría —respondí.

—Claro, disculpe.

Entre varios, lograron meter a Asmodeo en una especie de calabozo; una vez que las rejas se cerraron, desapareció por completo de nuestra vista. Por un tiempo, ya no tendríamos que preocuparnos por nada relacionado con él. Los delitos de los cuales se le acusaba eran graves, más aún si se cometían contra los príncipes, personas de tanto poder allá abajo.

O arriba, no tenía idea de dónde quedaba el infierno, pero, una vez dentro de él, debía admitir que no era tan horrible. Con cientos de años y un poco de preparación psicológica, podría hasta parecerme un hogar agradable. Uno por el que no quería pasar jamás, ni al que tenía intención de volver.

—¿Cómo te sientes? —indagó Mam.

—Bien, aunque algo impactada, la verdad.

—¿Porque te has dado cuenta de que en el infierno no somos tan malos?

—Una pregunta difícil de contestar, pero supongo que sí. ¿Todas las personas malas vienen aquí? ¿Qué tienen que hacer para quedarse atrapadas en este lugar por toda la eternidad?

—La verdad es que ni siquiera una mínima parte de la población humana se queda por mucho tiempo. —Chasqueó la lengua—. Es más bien pasajero, y para tener acceso debes ser una persona de una moralidad extremadamente cuestionable. De igual modo que acceder al cielo es prácticamente imposible.

—¿A qué te refieres? ¿Estás diciendo que no se puede ir al cielo? De ser así, ¿a dónde iríamos?

—El concepto de ir y venir está errado en su totalidad —me explicó mientras desandábamos el camino que habíamos seguido para llegar hasta allí—. Una vez que tu conciencia sale de tu cuerpo, si no tienes deudas que pagar, eliges qué hacer: si volver a reencarnarte, ser un guía o un acompañante...

—Oye, ve más lento, cerebrito —me quejé—. Solo tengo dos neuronas y una no me funciona muy bien.

—Te lo explicaremos cuando salgamos, ahora deja de hacer preguntas, vas a llamar la atención.

—¿Es mi culpa que tengan que esconderse en su propia casa?

—Diosa, qué carácter.

—Gracias; es la suma de años de entrenamiento, un par de invocaciones y ser hija de mi padre.

—Amon, hazla callar —ordenó Mam sonriente.

Su amigo me tomó de la cintura y me colocó sobre su hombro derecho.

—Hey, bájenme, estúpidos.

La puerta que habían abierto antes seguía ahí y, cuando volvieron a depositarme en el suelo, solo tuve que empujarla un poco para que se abriera, como si yo misma fuera la llave.

***

Antes de abandonar el convento, tuvimos mucho cuidado de eliminar cualquier prueba incriminatoria y devolvimos todo a su estado original; algunos objetos quedaron incluso mejor. Para cuando salimos al exterior, el cielo nocturno estaba cubierto por cientos de estrellas que acompañaban a la luna e iluminaban el paisaje.

No pude evitar recordar las advertencias que mis padres llevaban haciéndome toda la vida acerca de andar fuera a esas horas de la noche. Era algo absurdo, en realidad: la ciudad no era insegura y, además, yo llevaba conviviendo con tres demonios desde hacía meses, pero aun así, eran sus normas. Si me pillaban, ¿qué me iba a inventar para justificar mi regreso de madrugada esta vez? Tras todas aquellas aventuras, terminaría convirtiéndome en una auténtica diosa del engaño.
Había decidido aceptar la oferta de Mam de reconstruir mi antigua casa y borrar todo lo relacionado con el incendio de la memoria colectiva. A fin de cuentas, ¿por qué tenían que pagar mis padres por los errores que yo había cometido? Por lo que a ellos respectaba, el día de la subasta en casa de Dani no había sucedido nada. Esa noche habíamos regresado todos a nuestro hogar como un día cualquiera.

—Hágannos aparecer en casa, por favor —les dije a los chicos. Estaba agotada.

—Lo pide con amabilidad —resaltó Amon—. Qué mujer de bien.

—Lo sé, soy un ángel, la Diosa me quiere en su ejército.

—Ven aquí, pecadora —me llamó Mam mientras dibujaba una de sus figuras en el aire para teletransportarnos.

Los tomé de las manos a ambos; ya estaba acostumbrada a que el humo nos rodease, a ver ese tipo de dibujos trazados en el aire y a que el tiempo y el espacio se deformaran para que nosotros pudiéramos movernos del punto A al B a nuestro antojo. En momentos como aquellos, tener demonios personales era un jodido paraíso.

Una vez en mi cuarto, me metí entre mis sábanas tan silenciosamente como pude. No tenía palabras para describir mi cansancio. Mi cama nunca me había parecido tan suave, como si las plumas y las nubes se hubieran combinado para brindarme descanso.

Lo último que percibí antes de quedarme dormida fue el movimiento del colchón, que se hundió cuando otras dos presencias se acostaron junto a mí.

No le di importancia, al menos esa noche, y mi mente cayó en un profundo trance en el que toda la pesadez y todas las preocupaciones parecieron desaparecer.

Un templo encantador │YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora